Su misión ha sido, en cierto modo, la de actuar como “policía” o “fiscal” de las memorias del escritor, según ha explicado. “Mucha gente conoce su vida a finales de los 60, pero muy pocos su niñez y su experiencia en Londres o París. Esos años solo se conocen a través de sus textos y él”, afirma Bonilla, “era muy dado a fantasear”.
La colaboración de su hermana en esta obra, la también escritora Ana María Moix, es “esencial” para “rastrear dónde está la verdad y dónde la mentira” en su infancia y adolescencia. “Hay una batería de detalles sobre la vida familiar que procede de sus testimonios”, por lo que sin ella habría sido “imposible”, afirma.
Su “tendencia a la magnificación” de todo lo que le sucedía se lee en sus experiencias en los años 60, que desvelan su “mitomanía”. Un ejemplo de ello es el relato sobre la primera vez que Moix acude a un bar en Chelsea, en el que un joven David Bowie está ofreciendo su primer directo.
Asimismo, cuenta que cuando llega a Roma a la primera persona que conoce es a Pier Paolo Pasolini, una relación que describe como “auténtica intimidad”. Sin embargo, Bonilla afirma que no dejó ninguna huella en la obra del italiano. “He leído los diez tomos de cartas y correspondencias y no hay ninguna cita al autor catalán”, añade.
Recordar lo vivido
Su manera de dar licencia a sus ficciones es utilizar una “trampa que consiste en decir que un escritor no recuerda lo que ha vivido sino lo que ha escrito sobre lo que ha vivido”. En este sentido, Bonilla apunta que cuando preguntó a Moix durante una entrevista qué era lo que sabía alguien que había leído sus libros, él decía: “lo sabe todo”. Esta respuesta obedecía a su “coquetería”, pero Moix también estaba convencido de que era así, que todo lo que él era se podía leer en sus obras. En palabras de Bonilla, Moix, autor de “tres o cuatro obras imprescindibles”, se sentía “dolido” al comprobar que los universitarios nunca le leyeron.
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