“El teatro fue mi primer amor, desde que, adolescente, vi en el Teatro Segura, de Buenos Aires, ‘La muerte de un viajante’, de Arthur Miller, espectáculo que me dejó traspasado de emoción, dijo Vargas Llosa.
Willy Loman, pues, con sus sueños de grandeza, con la vida rota, con su fe alucinógena en un sistema que lo traiciona, que adora y trabaja hasta la extenuación por su familia pero malgasta el dinero en regalar medias caras a una putilla de carretera, Willy Loman que en la última escena de la obra arranca su Studebaker y se estrella para que su hijo pueda seguir estudiando, ese Willly Loman mediocre y menor, absurdo, medio transtornado ya, viejo y cansado, vencido, pero que nos enseña que bajo cualquier forma de derrotismo hay una posibilidad de victoria.
“No hay que ser una persona querida, como tú buscaste durante toda tu vida, Willy, hay que ser temido”, le dijo a Loman su hermano, en una de sus ensoñaciones, en una versión de la obra de Milller que se estrenó en el teatro Bellas Artes de Madrid a mediados de los 80, con un superlativo José Luis López Vázquez como protagonista.
Willy Loman, cuya historia queda sedimentada de por vida en el lector, ese viajante tan poco ejemplar, incluso tan vergonzante a veces, pero que, sin embargo, nos enseñó que mientras uno lucha no está muerto, incluso que la muerte es una forma de triunfo inverso. Es normal que Vargas Llosa lo quiera. Que lo queramos. Como lo quería su hijo, aunque él no lo supiera, en una de las más grandes obras teatrales que han visto los tiempos.
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