Cuando estudiaba en Sevilla, compartía residencia con estudiantes norteamericanos. Uno de ellos se llamaba Michael, y se hizo muy popular entre los españoles porque se pasaba todo el día durmiendo. A día de hoy lo seguimos recordando como Michael el Dormilón. Cada día, después del almuerzo, se acostaba a dormir una siesta de seis horas, se levantaba para cenar, y se volvía a acostar. Nunca supimos si era una especie de enfermedad. Tampoco llegó a explicarse bien, porque como pasó tanto tiempo dormido no practicó en exceso el idioma con nosotros. Un día le tocó marcharse de vuelta a casa, recogió sus cosas y nos dijo adiós. El despiste, que todavía tendría sueño acumulado o por dejar mejor huella entre nosotros, hizo que se olvidara algunas de sus cosas en la habitación, por lo que los que quedábamos procedimos a repartírnoslas escrupulosamente. A mí me tocó una cassette de Jethro Tull: The Best. Vol.1.
Por aquel entonces tenía un grupo de rock: Los Zurdos -todos éramos zurdos, pero esa historia ya la contaré otro día-. El caso es que después de escuchar por primera vez aquella cinta de Jethro Tull se la pasé a mi primo Rubén -era el vocalista, con una tonalidad muy parecida a la de Ian Anderson-, para que disfrutara y viera hasta qué punto podíamos sentir la influencia de sus composiciones sobre las nuestras. Mi primo se convirtió en un fan incondicional del grupo. Fue comprando toda su discografía poco a poco y grabándome cada uno de los discos. Nuestro grupo terminó disuelto, pero poco después del inevitable final nos llegó la noticia del concierto de Jethro Tull en Jerez y fuimos todos juntos a recordar buenos tiempos. Anderson tenía la voz algo cascada, pero terminó vestido de juglar y tocando la flauta travesera apoyado en una sola pierna.
Ahora con Spotify llevo más de una semana enganchado a sus discos, en especial Minstrel in the gallery y su Baker Street Muse, un tema de 16 minutos espectacular que nos descubre la auténtica realidad de la música de nuestros días, en la que un grupo como Jethro Tull no tendría la oportunidad de triunfar y menos aún de darse a conocer. ¿O acaso hay alguien en nuestros días capaz de producir un disco con una canción de 16 minutos, o un disco con una sola canción, como Thick as a brick? Conclusiones a las que llego por culpa de un grandullón que se pasó medio curso durmiendo en la habitación de al lado y después de que mi primo Rubén, víctima de tan afortunado efecto mariposa, terminara de contagiarnos la pasión por este grupo en concreto en unos días en los que la música era sagrada para nosotros y nos hacía soñar con un futuro de discos y estadios de fútbol llenos de público. Tal vez nuestra música no fuera convencional, ni nuestro estilo llenara grandes auditorios, pero éramos jóvenes, inmaduros e inmortales, o al menos me gusta recordarlo así.
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