“...aunque los amantes se pierdan quedará el amor/ y la muerte no tendrá señorío” (Dylan Thomas)
El viernes fue el Día de la Poesía. Esto de santificar emociones, adicciones, reivindicaciones y penurias es algo moderno que debe tener que ver con nuestra desmemoria, de tan (pre)ocupados que andamos por la vida con nuestros asuntos propios a la espera, ahora, de un día sin lluvia, de un respiro. En la tele no hablan de otra cosa. De las borrascas, no de la poesía, aunque no encuentre mejor salvavidas para disipar tormentas y, también, vencer a los nubarrones formados por quienes se fingen eternos y poderosos.
No se trata de hallar consuelo, sino respuestas: “sólo hay un instante, éste que añoras”, escribió Julio Mariscal hace 51 años como un vaticinio o una certeza de nuestro presente, de este aún es hoy que invita a refugiarnos en el pasado después de haber rendido por un tiempo la esperanza. Espero que sólo por un tiempo, porque “también esto pasará”.
Definitivamente, hay realidades a las que cuesta acostumbrarse. Más aún si ocurren aquí al lado, en plena desembocadura del Guadalquivir o frente a aguas del Estrecho, donde ya no se trata de una lucha entre buenos y malos, sino de una en la que trata de imponerse la ley del más fuerte, la del que lleve las mejores armas.
No es que hayamos llegado a los índices de criminalidad de Cabot Cove -la pequeña y pintoresca población en la que Jessica Fletcher descubría al autor de un crimen cada semana-, pero cuesta acostumbrarse a los tiroteos, reyertas, persecuciones, atropellos y muertes violentas que han convertido en territorio comanche escenarios más o menos familiares, y, sobre todo, cuesta entender que quienes se juegan la vida a la hora de hacer frente a esas situaciones, quienes se encargan de proteger nuestra seguridad, lo hagan, muchas veces, en inferioridad de condiciones.
Hay otras realidades, en cambio, que dejan en evidencia la falta de un plan, como si nos hubieran cambiado las reglas del juego en mitad de un partida. Es más o menos lo que ha ocurrido con el viciado debate sobre las viviendas de uso turístico. La cuestión no es que proliferen, sino que no se dé solución a otro problema en paralelo, la ausencia de viviendas protegidas, asequibles o destinadas al alquiler social, que es la que precisan muchos jóvenes y familias cuyas necesidades no han ido acordes con las prioridades de las administraciones públicas que debían haber previsto o atendido esta demanda real.
Esta semana el Ayuntamiento de Cádiz ha anunciado que va a prohibir nuevas viviendas turísticas, pero el aplauso no ha sido unánime, puesto que deja sin resolver la mitad de la ecuación, la de quienes van a seguir sin encontrar vivienda dentro del mercado actual.
Greg Clark, uno de los urbanistas más reclamados del mundo, apuntaba al respecto en una entrevista en EPS que “en las ciudades se necesita construir, continuamente, vivienda social. Debe ser un servicio público”. Que levante la mano quien lo haya hecho en su municipio en los últimos 15 años y quien ha pedido ahora fondos europeos para hacerlo.
Clark critica asimismo ese afán por atraer turistas en masa, incluso que quienes luchan contra la turistificación parezcan ignorar que una ciudad exitosa siempre tendrá turismo. La clave, dice, pasa por que llegue “la gente que necesitas”; pero eso, que en la teoría queda muy bien, adolece de aplicación práctica.
Todo lo contrario a otra de sus recetas complementarias, una “ciencia aplicable” que forma parte ya del manual de cualquier ayuntamiento: la ciudad sostenible. Pero Clark va más allá, y apunta a la necesidad de un liderazgo colectivo: “El liderazgo del lugar no es un alcalde, es un equipo capaz de pensar en la ciudad más allá de un mandato de cuatro u ocho años”. No es el único que ha llegado a esa conclusión. Usted mismo, por ejemplo. La pregunta es por qué sigue sin ponerse en práctica, y la respuesta tan evidente que ni siquiera es necesario recurrir a la poesía.
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