Estado eléctrico se ha convertido en una de las mayores apuestas cinematográficas de Netflix para la presente temporada. Al menos en términos económicos: es una superproducción en todos los sentidos.
Encargada a los hermanos Anthony y Joe Russo, curtidos en el universo Marvel y responsables de las dos entregas finales de Los Vengadores -aquéllas de las que Martin Scorsese dijo que eso no era cine-, y con Millie Bobby Brown y Chris Pratt como protagonistas -ella, actriz revelación de Stranger things; él, referente del modelo fofisano al que ha decidido sacar partido Hollywood, a la par que muy eficiente actor de acción-, la película adapta una novela de Simon Stålenhag, que relata las consecuencias de una guerra librada entre humanos y robots en la que los primeros hemos salido triunfadores, pero especialmente un visionario empresario que ha utilizado la tecnología y las matemáticas para prestar un servicio exclusivo en todos los hogares del mundo que permite a los ciudadanos desarrollar multitareas, a través de una realidad virtual, mientras permanecen sentados en el sofá y enganchados a un casco sensorial.
Ambientada en los años noventa, siguiendo la estela de otras películas y series recientes que han encontrado en el modelo revival la forma de interconexión generacional entre los espectadores jóvenes de hace 30 y 40 años con los de hoy en día, el filme sigue a una joven adolescente que ha decidido emprender la búsqueda de su hermano pequeño, un cerebro de la física y las matemáticas, al que dieron por muerto tras un accidente.
En su camino se cruza con un antiguo combatiente que termina por acompañarla y ayudarla a adentrarse en el territorio en el que se encuentran confinados los robots supervivientes de la frustrada rebelión y un científico que puede tener las claves de lo sucedido con el joven superdotado.
En este sentido, la película establece hasta tres discursos de relevancia contemporánea: en primer lugar, ese confinamiento tiene lugar en una zona muy parecida a la de las barreras levantadas en el desierto por Donald Trump contra los inmigrantes; en segundo lugar aborda la supresión de la religión por la tecnología -Stanley Tucci alude al nuevo “dios, padre y espíritu santo” cuando se refiere a su adictiva creación-; y, por último, cuestiona la deriva de una sociedad extremadamente dependiente de los dispositivos electrónicos para vivir, hasta el punto de privarse del contacto humano y asumir como única realidad la que percibe a través de las pantallas a las que está conectado todo el día -un aspecto ya abordado de forma más inteligente en la maravillosa Wall-E-.
Estamos, pues, ante una película con pretendido mensaje, aunque absorbido por una acción que aspira a ser incensante y espectacular, a partir de una gran ejecución técnica, pero que, en su conjunto, no pasa de ameno entretenimiento para adolescentes, los de entonces y los de ahora.
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