“Lo importante es el viaje, no el destino”. Constantino Cavalis.
Hace apenas nada, poco más que un soplo, cambiábamos de siglo y el paso de aquel 1999 al 2000 parecía el cruce de una frontera hacia el abismo, el fin del mundo tras el triple cero, la parálisis tecnológica con la entrada del digito dos, un nuevo milenio por descubrir para esta humanidad reciente que avanzó vertiginosamente el último cuarto del siglo pasado hasta ese 2000, hará ahora justo 25 años, en el que dio inicio la economía digital con el estallido de la burbuja punto.com, el nacimiento de redes sociales como Facebook, el dominio de Google o la creación de Wikipedia, todo ello unos meses antes del atentado de las torres gemelas que conmocionó a toda la humanidad y significó un cambio en nuestra manera de relacionarnos que aún hoy no ha terminado de asentarse. Cual polvo que alza vuelo tras una tempestad y requiere de tiempo y calma para posarse de nuevo. 25 años, un cuarto de siglo, un tercio de la vida de una buena mayoría y, según para quién, sus años buenos: para no pocos son los primeros de la vida, para otros aquellos entre la adolescencia y una madurez serena y de capacidades intelectuales plenas, para los menos, pero también, los que ocupan el final del trayecto cuando lo placentero es efímero, intenso y selectivo, puntual. Para todos, el viaje por encima del destino.
Echar la vista atrás la noche del 31 en, por ejemplo, la sexta uva y recordar aquella sexta de hace 25 años, cómo eras, dónde eras, con quién eras, a qué cosas le dabas importancia y a cuáles no; sobre todo, quiénes te rodeaban en ese momento-uva y qué cambios, de haberlos habido, hubo. Todos tan jóvenes porque 25 años se cobran su precio en pequeñas arrugas, manchitas que aparecen donde antes todo era terso, destensión general corpórea. Pero qué bien haberlos vivido, disfrutado en su plenitud, tanto los momentos maravillosos, los muchos buenos de placeres y risas, también los amargos porque la vida buena se completa cuando lo bueno y lo malo conviven en pactada armonía, se regulan como un péndulo que viaja de un lado al otro para asentar con firmeza el centro y es en ese centro donde conviven cuerpo y alma. La felicidad necesita de amargura para reconocerse.
Echar, por qué no, la vista adelante e imaginar esa sexta uva de dentro de otros 25, cuando ya tengas… Demasiados –siempre serán demasiados sobre los que sumes ahora-. Da vértigo pararse y volcar sobre la cesta otros 25 de golpe. Es, a este ritmo de hoy, imposible imaginarnos en 2050, qué sucesos tremendos acumularemos en ese segundo cuarto de siglo por venir, cómo la revolución tecnológica actual afectará a nuestra manera de relacionarnos y si habremos superado la fiebre, desenfrenada y estúpida, de vivir a través de redes sociales, de mostrarle al mundo en directo todo lo que haces, de absorber como esponjas lo bueno, malo, verdad o mentira sin filtros. Hay que tener confianza en la capacidad de la humanidad porque ésta tiende a regularse, se hastía de lo estúpido y, en general, vuelve a lo seguro, que suele ser lo sólido. Vivimos a galope entre lo frenético, un scroll interminable mundial del presente, enganchados al sonido del whatsspp que nos lleva a felicitar la Navidad incluso a quien luego esquivamos por la calle en esta competencia tonta, bien es cierto que venida a menos, de ser más navideños que nadie, y la otra cara que es lo pausado y valora el rastro que deja el tacto de la piel, la conversación plácida, el valor seguro de lo sencillo, el gusto por lo hecho a fuego lento, la dopamina en dosis controladas que proporciona, por ejemplo, la lectura. La humanidad se debate entre los que practican la alta velocidad en la búsqueda de hacer los cien metros en menos de diez segundos y, por tanto, no atienden a nada más que les rodea porque el objetivo es la meta y ser el primero y los que gustan de hacer senderismo, monte y vistas donde el paso del tiempo es lo de menos.
25 años atrás o 25 adelante; en medio, ahora. La sexta uva de ahora, en realidad es la que cuenta. De hecho, lo importante es el viaje, no el destino. Y en estas uvas andamos en pleno viaje. Qué bonito es viajar, junto a comer bien, leer y lo otro, de lo mejor de la vida. Las cuatro cosas, como dice un amigo ahora retirado por los campos de Galicia. Por tanto, le digo, viajar donde alimentarse de manera adecuada sea condición excelsa para elegir destino, un buen libro que en cualquier rincón te permita perderte a donde la trama te lleve, compañía cuidadosamente seleccionada, momentánea o vital, donde calmadamente lo otro sea rítmico e infinito es, en suma, de lo mejor de este viaje a ninguna parte para el que todos tenemos un billete con fecha de caducidad.
Este año, a diferencia de otros, no hallé el tempo para elaborar escrito-carta a los Reyes Magos. Quizás porque uno ande descreído y le cueste imbuirse en la magia y espiritualidad del asunto ante una festividad que año a año gana porcentaje en su aspecto más comercial y mediocre y, al mismo ritmo, lo pierde en lo esencial. Año tras año compramos más y más caro, no importa el qué ni el cuánto y, en cambio, nos relacionamos menos y peor. Habría que comprar menos y relacionarse mejor. Un político de los muy veteranos que ya solo peina canas y que durante sus años, muchos, de brega pugnó a lo grande lleva varios años llamando a quienes hizo daño invitándoles a comer, a algunos pidiéndoles perdón, reconciliándose con ellos, con el pasado, consigo mismo, un acto de plena madurez cuando la vida amaina y al más allá no quiere llevarse rencores.
Los años buenos son, en realidad, todos los acabados, seguramente unos más que otros por la acumulación de detalles siempre que una desgracia de las supremas no se detenga en tu año y desnivele por completo la balanza. Pero es bueno cuando alegría y amargura pactan presencia con negociada prudencia y, en ese caso, cuando cruzas la sexta uva, en ese medio segundo, piensas que un año más mereció la pena vivirlo. Con los mejores deseos, 2025.
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