Hace falta trabajar más, mejorar la productividad, discutir menos lo que nos separa, profundizar en lo que nos une y hacer de la necesidad virtud.
Hay quien en lugar de felicitar el año nueve o el Año Nuevo, ha decidido pasar directamente a desear un feliz 2016. Si hacemos los deberes, no hará falta poner tan lejos el horizonte de esperanza. Pero lo mío no es un optimismo antropológico, y falso, como el del presidente Rodríguez Zapatero, sino un optimismo moderado, muy moderado.
Hay otros problemas tan graves o sangrantes, posiblemente más, que el de la crisis. El mismo Barenboim deseaba al terminar el concierto “un año de paz de y de justicia humana en Oriente Medio”. Falta hace. Coincidiendo con el final de año, el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas certificaba la imposibilidad de llegar a un acuerdo no para acabar con el conflicto sino, simplemente para instar de inmediato el cese de las matanzas.
El año comenzaba con nuevos bombardeos israelíes que añaden muertos a los más de 400 de los últimos días.
La comunidad internacional se divide entre los que culpan y exigen a unos o a otros, pero tanto Hamás como el Gobierno israelí como la comunidad internacional son culpables de su incapacidad para hallar una solución que impida las permanentes e históricas matanzas. Responderán ante la historia y, tal vez, deberían responder ante el Tribunal Penal Internacional. Escribía hace poco José María Ridao que “seguridad y justicia devienen incompatibles si no se busca la seguridad desde la justicia”.
Hoy, en esa zona de Gaza no hay seguridad ni hay justicia y es una vergüenza para la humanidad. Cuando se acaban de cumplir 60 años de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, todos, especialmente los gobernantes de esos países y los líderes de la comunidad internacional, deberíamos reconocer nuestro fracaso y reforzar el compromiso por encontrar una posibilidad real de paz para frenar la agonía de Gaz y Cisjordania.
En este año que empieza se cumplen 50 años de la Declaración de los Derechos del Niño, pero allí en Gaza y Cisjordania, los niños no tienen derechos, ni siquiera el más importante, el derecho a la vida.
Allí mueren bajo las bombas israelíes o convertidos en bombas humanas por sus propios familiares, pero sobre todo mueren día a día en medio del odio y el afán de revancha, irrecuperables para una vida digna de tal nombre. Ni Israel va a ganar esa batalla ni la van a ganar los terroristas de Hamás. La van a peder todos. Como dice el empresario español Eulalio Ferrer, “no es posible vivir con el rencor en el corazón”. O tal vez sí. Lo están demostrando israelíes y palestinos, mientras todos nosotros somos culpables por omisión.
A pesar de todo, tal vez por eso, deberíamos intentar que 2009 fuera más justo.
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