Obviamente, el sueño también ejerce una misión central en la pintura surrealista, pintura que cuenta con antecedentes históricos de gran trascendencia que remiten a una tradición de temas fabulosos en general. La nómina, con mayor o menor proximidad formal, es abundante, por lo que hay que evitar los excesos. Los propios surrealistas señalaron nombres de precursores, como, sobre todo, Hieronymus Bosch,
El Bosco (c1450-1516) y Pieter Brueghel
el Viejo (h1526/1530-1569). Breton menciona a Paolo Uccello (1397-1475). Otros se han referido al Matthias Grünewald (1470/1475-1528) de
La tentación de San Antonio del retablo de Isenheim; a Jean Mandyn (c1500-c1560), de un estilo análogo al de El Bosco; al muy singular Giuseppe Arcimboldo (1527-1593); al Isaac van Swanenburg (1537-1614) de
Infierno; William Blake (1757-1827); Caspar David Friedrich (1774-1880); Rudolf Füssli (1709-1793) y, por supuesto, a Francisco de Goya (1746-1828) como adelantado de tantas vanguardias.
Más cercanos en el tiempo, los surrealistas se reconocieron en la plástica del simbolismo, muy especialmente en las obras de Odilon Redon (1840-1916) y Gustave Moreau (1826-1898). Así mismo hay que nombrar a Paul Gauguin (1848-1903), Edvard Munch (1863-1944) o Emil Nolde (1867-1956). Sin embargo, es la producción de
El Bosco la que atrajo más a los pintores surrealistas. Hay algo extrañamente moderno en la imaginería turbulenta y grotesca del
Bosco. la seductora belleza de sus obras se deriva en gran medida de su colorido resplandeciente y su técnica soberbia, mucho más fluida y pictórica que la de la mayoría de sus contemporáneos con unas figuras demoníacas, unas criaturas de apariencia humana y formas mecánicas en paisajes caóticos, incluso artefactos voladores supuestamente extraterrestres, seres monstruosos creados a partir de grabados de bestiarios medievales: patas de insectos, plumas y picos de aves, cabezas de reptiles o anfibios o miembros humanos para despertar el miedo y la confusión a través de una simbología compleja y densa que retrataba el mal de la humanidad como un llamamiento a las sombras del inconsciente. Salvador Dalí, Joan Miró, Yves Tanguy, Max Ernst o René Magritte fueron, unos más que otros, claramente influidos por
El Bosco en fases concretas de su labor artística.
Breton y los surrealistas fueron admiradores del cubismo y el abstraccionismo, y elogiaron a Pablo Picasso, a Vassili Kandisnki y a Paul Klee. De Marc Chagall valoraban su inconfundible onirismo. Giorgio de Chirico, que no se adscribió propiamente a la corriente surrealista, fue admitido transitoriamente como un notable influjo por sus atmósferas inquietantes, sus representaciones ilógicas y sus enigmáticas escenografías, aunque desde 1928 fue repudiado por su conversión a un estilo clásico y él mismo se apartó del movimiento.
Se llegó a dudar de la posibilidad de una plástica surrealista por los obstáculos para aplicar el automatismo en dicho terreno, pero Breton no era tan escéptico, como se aprecia en
Surrealismo y pintura, texto de 1928 reeditado y ampliado en 1945 y 1965, en el que habla de la facultad que, «casi por encima de todas las demás, me da el control sobre la realidad, sobre lo que comúnmente se entiende por realidad». Y, además: «la mirada a un cuadro puede comprometer la existencia con la fuerza del amor a primera vista, sobre todo cuando el azar de las circunstancias ha modificado el encuentro con un aura de predestinación».
Pintor surrealista temprano fue el alemán Max Ernst, que había sido dadaísta. Ernst fue todo un maestro del collage y del
frottage. Con la primera técnica realizó tres novelas gráficas, como
La mujer 100 cabezas (1929),
Sueño de una niña que quiso entrar en el Carmelo (1930) y
Una semana de bondad o los siete elementos capitales (1934), que es una auténtica obra maestra. Las imágenes oníricas de Ernst le confieren el poder de perturbar e inspirar, como en
El elefante Célebes (1921) y
Edipo Rey (1922). Como dijo André Breton, «Max Ernst es quien, más que ningún otro, llevó más lejos el espíritu de invención». Esta capacidad de innovación y exploración del inconsciente convirtió a Ernst en un pilar del arte moderno, influyendo en generaciones de artistas posteriores a él. Ernst afirmó: «Descubrí que la realidad era demasiado aburrida para pintarla tal como era. Así que decidí reinventarla», y así descubre en el surrealismo un terreno de juego ideal para su desbordante imaginación. Cuando hablamos de la influencia de Max Ernst, no hablamos sólo de un pintor, sino de un auténtico polifacético del arte surrealista. Como él mismo lo expresa: «El surrealismo me permitió profundizar en lo más profundo de mi ser y extraer imágenes que ni siquiera sospechaba». En su obra
Europa después de la lluvia II (1940-1942), pintada durante su exilio en los Estados Unidos, refleja las ansiedades apocalípticas del artista por el ascenso del nazismo y la Segunda Guerra Mundial. El paisaje devastado y las extrañas figuras que lo pueblan dan testimonio de la visión pesimista de Ernst sobre el futuro de Europa. La producción de Max Ernst ha tenido un impacto considerable en el desarrollo del arte contemporáneo. Su exploración de las técnicas automáticas y su interés por el inconsciente allanaron el camino para muchos movimientos artísticos posteriores, incluido el expresionismo abstracto y el arte pop. Al igual que sus maestros románticos, las piezas de Ernst oscilan continuamente entre el abandono a fuerzas oscuras y una extraordinaria y aguda lucidez. Los románticos, al rechazar el universo racional de
Aufklärung, recurrían a un conocimiento fundado en la revelación. Ritter, que fue el maestro de Novalis, anticipó la noción “conciencia pasiva”, denominada como el “involuntario”, preconizando la renuncia a las facultades críticas para captar aquello que emana de lo más profundo del ser. Según Ritter, «Todos nuestros actos tienen la cualidad del sonambulismo, es decir, de respuestas, y somos nosotros mismos quienes preguntamos. En cada uno de nosotros hay un sonámbulo y un magnetizador». Novalis, a su vez, opone a la percepción realista su acto de fe en la
interioridad: «El camino misterioso conduce a nuestro interior. Si no es en nosotros, en ninguna parte existe la eternidad de los mundos, el pasado y el futuro». La obra de Max Ernst —que se autodescribe como el
nadador ciego— es la más fastuosa reactualización de las exigencias románticas procediendo al ensanchamiento y diversificación de su paisaje interior. Desde 1930 hasta la II Guerra Mundial compone trabajos como
El factor caballo,
El jardín papaaviones,
La ninfa Eco o
La ciudad petrificada. Ernst había sido internado en Francia como “enemigo alemán” en 1939. Por mediación de Éluard fue puesto en libertad. También logró escapar de su encarcelamiento por la Gestapo y huyó a Estados Unidos a través de España y Portugal en 1941 con la coleccionista de arte Peggy Guggenheim, quien lo apoyó económicamente. Su técnica de pintura por goteo u oscilación impactó en el joven pintor americano Jackson Pollock. Antes, había experimentado con la “decalcomanía”, ya usada por el español Óscar Domínguez en sus aguadas, y que Ernst aplicó a la pintura al óleo. En 1953, Max Ernst finalizó su exilio estadounidense y regresó a Francia, lo que marcaría el incremento de su actividad. De esta etapa sobresalen sus pinturas
La balsa de Medusa (1955),
El jardín de Francia (1962),
El regreso del hermoso jardinero (1967) y
Ya nada funciona (1973). Su muerte tuvo lugar en 1976.
El español Salvador Dalí es, sin duda, la personalidad más transcendental, y a la vez más polémica, de la pintura surrealista. De principio a fin, su vida en sí es una proyección del surrealismo; de ahí su archiconocida e hiperbólica frase “El surrealismo soy yo”. Surrealista incluso contra el surrealismo, él personifica la transgresión inusitada, la libertad extrema, la rebeldía decisiva e inagotable, el poder de anular las fronteras entre el arte y la realidad cotidiana.
Malgré tout, continúa siendo una leyenda.
La literatura y las artes plásticas surrealistas poseen el referente común e iniciático de
Los cantos de Maldoror, de Isidore Ducasse, imposible Conde de Lautréamont (1846-1870). André Breton había sentenciado que «Para nosotros, desde el principio no hubo ningún genio que superara al de Lautréamont». Cuando Ducasse escribe «Bella como la ley del cese del desarrollo del pecho en adultos cuya propensión al crecimiento no está relacionada con la cantidad de moléculas que asimila su organismo», no sólo profetiza todo el surrealismo, sino que profetiza a Dalí de la misma manera que Dalí profetiza a Ducasse. La profecía alude, obviamente, a un Dalí vivamente interesado por la ciencia, por la física cuántica, la física nuclear, las matemáticas del hipercubo, la genética que evocó en 1963 para rendir homenaje a los dos descubridores del ADN, Francis Crick y James Watson, con técnicas como ilusiones ópticas, holografías e incluso procesos estereoscópicos. El Dalí del
Manifiesto de la Antimateria, que publicó en 1958: «Estoy estudiando, quiero descubrir los medios de transmutar mis obras en antimateria. Se trata de aplicar una nueva ecuación formulada por el doctor Werner Heisenberg (...). Yo, que sólo admiraba a Dalí, empiezo a admirar a este Heisenberg que se parece a mí». Todo esto se dio andando el tiempo.
Durante su formación en la Academia de San Fernando pintó sus primeros cuadros cubistas, puntillistas y divisionistas, influidos por Juan Gris y el futurismo italiano. Entre 1925 y 1928, cultivó las enseñanzas de la “Escuela Metafísica”, desarrollada por Giorgio de Chirico y Carlo Carrà. El artista de Figueras quería hacer visible lo misterioso y lo incomprensible, como se ve en
Deseo insatisfecho (1928),
El gran masturbador (1929) y
La persistencia de la memoria (1931), obra ésta en la que los relojes blandos que se disuelven ilustran la incertidumbre sobre el tiempo, que antes de Einstein se suponía que fluía a la misma velocidad para todos en todas las circunstancias, pero que en la Teoría de la Relatividad no fluye a la misma velocidad bajo todas las circunstancias. Su fuerte tendencia a utilizar elementos escatológicos horrorizó a Breton, como relata Dalí en su
Diario de un genio: «Aquí me encontré con las mismas prohibiciones que en mi familia. Me permitieron la sangre. Me permitieron los excrementos. Pero, por sí solo, eso no era posible. Me concedieron permiso para representar el género, pero no para tener fantasías anales». Un ejemplo es el cuadro
El juego oscuro, de 1929, que representa unos calzoncillos manchados con heces de una manera tan realista que sus amigos se preguntaron si era o no coprófago. Según sostiene Dalí en su autobiografía (
La vida secreta de Salvador Dalí, 1942), detestaba esta aberración y calificaba lo escatológico como un elemento de choque, como la sangre y su fobia a las langostas. Las obras de este período, que visualizan la paradoja del momento infinito, son indiscutiblemente antológicas y no pocas han pasado a integrarse en el imaginario colectivo. El afán de provocación fue para Dalí una seña de identidad a lo largo de toda su existencia, sin que le importara lo más mínimo la perspectiva que eligiera. Fue un provocador como surrealista, como clasicista, como católico, como ultraconservador, como millonario, como diseñador de moda o como creador de artículos comerciales entre otras actividades. Su notable tendencia al narcisismo y la megalomanía le permitieron retener la atención del público, pero irritó a una parte del mundo del arte, que vio en este comportamiento una forma de publicidad que a veces iba más allá de su sentido de la creación. Cuando Dalí empezó a enriquecerse y a conceder al dinero una estimación preferente, André Breton concibió el anagrama
Avida Dollars, cuyo significado podría ser “hambriento de dólares”, apodo sobre el que Dalí dijo lo siguiente: «Es un anagrama que fue mágico y que me trajo una suerte extraordinaria porque desde entonces la lluvia de oro empezó a caer sobre mi cabeza como una divina y monótona diarrea». Pero Dalí, siempre por encima de las eventualidades y enemigo de las ortodoxias, era inmune a las invectivas de sus detractores y se limitaba a ignorarlas o a burlarse de ellas. Por ese camino terminó convirtiéndose en un espectáculo que vendía y cuya rentabilidad creció exponencialmente. La ruptura de Dalí con el movimiento surrealista “oficializado” se había concretado en febrero de 1934 tras un caricaturesco
juicio al que fue sometido por sus compañeros de grupo. No obstante, de la corporación, gobernada con mano de hierro por André Breton, fueron expulsados muchos miembros por diferentes desavenencias internas, como René Crevel, Philippe Soupault, Roger Vitrac, Man Ray, Yves Tanguy, André Masson, Alberto Giacometti o Roberto Matta. Otros se fueron voluntariamente, como Antonin Artaud, René Char, Paul Éluard o Max Ernst.
De 1932 a 1939, ejecuta composiciones esenciales, entre ellas:
El nacimiento de los deseos líquidos;
Retrato de Gala con dos chuletas de cordero en equilibrio sobre el hombro;
El misterio de Guillermo Tell;
Rostro de Mae West (puede utilizarse como sofá labial surrealista);
El Ángelus de Gala;
La jirafa ardiente;
Construcción blanda con frijoles hervidos;
Mujer con cajones;
La metamorfosis de Narciso;
El enigma de Hitler;
Los cisnes reflejan elefantes o
Playa con teléfono.
Aparte de los relojes, Dalí configuró toda una simbología personalísima en la que surgen las muletas, los cajones en un estado ligeramente abierto, indicación de que sus secretos son conocidos y no hay nada que temer. Los elefantes suelen representarse con patas largas, casi invisibles, llevando objetos en sus espaldas que también son simbólicos. Estos elefantes representan el futuro y también la fuerza. Su carga consiste a menudo en obeliscos, emblemas de poder y dominio, que tienen referencias fálicas (
Sueño causado por el vuelo de una abeja alrededor de una granada un segundo antes del despertar y
La tentación de San Antonio). El huevo es otro de los motivos favoritos de Dalí. El techo de su museo de Figueres está decorado con huevos gigantes. También utiliza enjambres de hormigas como en
El enigma del deseo: Mi madre, mi madre, mi madre. El pan se encuentra a menudo en sus obras como una
baguette larguísima, aunque no como pan útil, sino “antihumanitario”, como se describe en
La vida secreta; no para contribuir al mantenimiento de las familias, sino para mostrar cómo el lujo de la imaginación se venga del pensamiento utilitario de la razón práctica (Robert Descharmes et Gilles Neret:
Salvador Dalí: 1904-1989, 1994).
La idea de buscar un ideal se encontraría, originalmente, en la posición fetal, y es en esta posición, y presionando sus puños sobre los ojos, que dos manchas serán visibles en el ojo del feto, dos manchas que representan para el artista dos “huevos fritos”, creando así la idea de una belleza “comestible”. En esta visión del
paraíso intrauterino basa el artista su visión de la representación ideal en la pintura; por ejemplo, con colores incandescentes o dramáticos tonos luminosos. Así se llega a Dalí o la vida del artista como una obra de arte.