En la madrugada del 7 de agosto de 1996 una riada extraordinaria y descomunal arrasó el camping Las Nieves, ubicado en el municipio aragonés de Biescas. Murieron 87 personas y hubo casi 200 heridos. Aquella instalación fue autorizada, pese a varios informes en contra, sobre el antiguo lecho de un río cuyo cauce había sido desviado 80 años atrás para permitir la construcción de una carretera. Una persona mayor, pero sobre todo más sabia y a la que apreciaba, me lo resumió entonces con una frase: la naturaleza, por mucho que intentemos intervenir sobre ella, siempre termina abriéndose paso, no hay forma de detener el poder de la naturaleza.
Pocos meses después, en diciembre de ese mismo año, lo viví en persona con motivo de las lluvias torrenciales que causaron numerosas inundaciones en la zona rural entre Arcos y Jerez. Ahora, a esas mismas tormentas de entonces, las llaman danas o, en otros casos, ciclogénesis explosivas, dentro de esa necesidad contemporánea de ponerle nombre a nuestros miedos, pero no dejan de situarnos en la misma encrucijada: el hombre frente a la naturaleza.
Aquel diciembre, el problema no fue sólo que lloviera en exceso, sino que lo hizo con los embalses llenos. Hubo que desaguar y el cauce del Guadalete empezó a desbordar, primero, las riberas y, después, a inundar las casas y los campos más próximos, hasta cubrir y reventar carreteras y dejar incomunicados a los vecinos de varias pedanías y del diseminado rural desde La Pedrosa hasta La Ina. No hubo que lamentar daños personales, pero aquella situación, la de la fuerza de la naturaleza abriéndose paso, dejó de manifiesto a su vez el pésimo estado de conservación del cauce y del lecho del río, sobre el que durante los años siguientes se actuó para reducir desde entonces el riesgo de inundaciones.
Después de lo ocurrido en la provincia de Valencia también se ha hablado del poder de la naturaleza, de la vulnerabilidad y la indefensión humana cuando toca hacer frente a un fenómeno de estas dimensiones, terrible e incontrolable, sobre todo por la velocidad con la que ha arrasado a su paso por tantas poblaciones; apenas cuestión de minutos, como hemos visto en los vídeos grabados desde algunas viviendas.
En cualquier caso, nadie ha puesto en duda esa realidad. Lo que está en cuestión es la capacidad preventiva y de respuesta de las administraciones públicas frente a lo sucedido, sin perder de vista las circunstancias extraordinarias en las que se enmarca la desgarradora y, ahora mismo, insuperable experiencia de muerte y destrucción que han dejado las inundaciones. Habrá que aprender de los errores, pero también asumir responsabilidades. En el caso de Biescas, casi diez años después, la sala de lo contencioso-administrativo de la Audiencia Nacional condenó al Estado y a la Diputación General de Aragón a indemnizar con más de 11 millones de euros a las víctimas.
Ahora lo prioritario es la ayuda, pero en torno a ella se están levantando dos discursos de difícil convivencia: los de los propios afectados, en los que predomina el dolor, la rabia, la impotencia y la desesperación, fundamentales para entender la dimensión de cuanto están sufriendo en primera persona, más allá de las cifras y los mensajes institucionales; y, por otro lado, los discursos del odio de aquellos que pretenden sacar provecho -evidentemente político- de la situación con bulos, sensacionalismo y un lenguaje grueso que roza en ocasiones con lo violento y casi siempre con lo miserable, como podrán apreciar a poco que se asomen a redes sociales como X, plagada de torturantes mercenarios y salvapatrias de tecla y boquilla a derecha e izquierda.
De los mensajes de los afectados sí hemos aprendido una cosa y comprendido otra: lo ocurrido en Valencia no sólo quedará como una cicatriz en nuestra memoria, sino como una advertencia; y la clase política está obligada a hacer un ejercicio de reflexión e introspección, porque los insultos de los afectados no son gratuitos, sino la consecuencia del hartazgo ante la deriva personalista e interesada de quienes dicen liderar el país.
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