Según cuenta el historiador Iñaki López Martín, nacido en Cercedilla (Madrid, España), su abuelo le relataba que “de niños (década de 1920) poníamos calabazas huecas con velas encendidas en la Fuente del bolo y dábamos sustos a las mozas que iban a por agua… quienes dicen ahora que, eso (la fiesta de Halloween) es una tradición americana, están equivocados”.
Parece ser que en este pueblo de la Sierra de Guadarrama, en Madrid, hace cien años, mucho antes de que esta fiesta se popularizara a través de las películas de Hollywood, se realizaban rituales que siguen practicándose en la actualidad cuando comienza noviembre, en el Día de Difuntos.
La fiesta de Halloween, procede en realidad de una tradición celta. Esta celebración fue, como tantas otras, reconvertida a la tradición cristiana, de hecho, el nombre viene de “All Halow´s Eve”, víspera de Todos los santos. Llevada por los emigrantes irlandeses a Estados Unidos, con los años fue popularizada por el cine, a través del género de terror.
También en España hubo pueblos celtas que dejaron sus tradiciones, incluidas las del Día de Difuntos, especialmente en las tierras donde habitaron, como Galicia. No en vano el prefijo Gal- es de origen celta, como ocurre también en las Galias (actual Francia) o en el país de Gales. Pero para entender bien la raíz de las tradiciones, hay que empezar por el origen.
Antiguamente sólo había dos estaciones del año, la de verano y la de invierno. La estación de verano, desde mayo hasta octubre, era la estación de la luz, del calor y también de la abundancia, cuando la naturaleza de sus frutos, el huerto sus verduras y salen los animales después de haber estado recluidos durante el invierno. También es la estación de la vida y de la alegría, el calor, sobre todo en tierras celtas donde no es muy exagerado, sienta bien al cuerpo y los seres humanos salen de sus casas para compartir la vida con sus vecinos.
La estación del invierno es todo lo contrario. Es la estación del frío y de la oscuridad, también de la escasez. La naturaleza no da sus frutos, se recluyen la caza y la pesca y además no acompaña el tiempo para salir en su búsqueda. También es el tiempo de la muerte. No haber hecho buen acopio de leña y alimentos puede tener malas consecuencias y, ni siquiera tomando todas las precauciones, se puede evitar su trágica presencia. Esa estación empieza en noviembre y termina en abril, con la época de lluvias.
Hay un momento del año donde la luz se une con la oscuridad, el frío con el calor y la vida con la muerte. Es la noche del primer día de noviembre, el “Samhain”, que para los celtas de Cornualles y Breizh significa “el primer día del invierno”.
No nos olvidemos que también en España estuvieron asentadas poblaciones celtas, cuyas tradiciones, han permanecido en algunos lugares prácticamente hasta nuestros días. En algunas pequeñas aldeas gallegas no llegó el agua corriente y la electricidad, prácticamente, hasta los años ochenta.
Hablamos con una oriunda de una pequeña aldea gallega de la parroquia de Lousame, La Coruña, Belinda Palacios. Nos cuenta cómo eran estas celebraciones allí durante su infancia, finales de los años setenta y principios de los ochenta.
Según nos cuenta, el “Samhain” era la fiesta del final del verano, que coincidía a su vez con la fiesta de la recogida de la cosecha, Magosto. Se realizaban sacrificios como ofrendas a los dioses, para poder sobrevivir a la época de la oscuridad que iba a comenzar, para que les protegieran del reino de los muertos. Pero también para dar las gracias por la abundancia de la cosecha que acababan de recoger, sobre todo por haberles permitido obtener maíz y patatas de la diosa madre tierra.
Unos días antes de la víspera del “Samhain”, se recogían las cosechas –ofreciendo una parte a los dioses-. Se practicaban los rituales de sacrificios animales a los dioses, sobre todo de vacas y cabras, cuya sangre se recogía en cubos. Sus cabezas, con restos de sangre y pellejo, eran colgados en el exterior de las casas y servían como protección frente a los muertos. De ahí vendría la exhibición de huesos y esqueletos en Halloween.
Según estas creencias, la primera noche del inicio del invierno, se abrían las puertas del inframundo y los vivos convivían con los muertos. Los niños y niñas de la aldea, desde los cuatro a los catorce años –a los quince son ya mayores-, recorrían la aldea decorada con esqueletos para recibir a los muertos.
Debían pasar desapercibidos, para que nos les encontrara un espíritu maligno y se llevara a alguno al inframundo. Por ello iban disfrazados con pieles de animales por encima, que además servirían para abrigarse durante el invierno. (De ahí los disfraces de los niños).
Irían todos muertos de miedo, agarrados fuerte de la mano para sentir la fuerza del grupo, el chico más mayor iría delante, dando muestras de su gran valor al enfrentarse a lo desconocido. Para no caerse y para conjurar el miedo, llevaban velas encendidas en las oquedades de las vértebras de vacas o terneros, que ofrecerían una buena palmatoria.
Iban entrando en las casas de la aldea, donde les esperaría la mujer más vieja junto a la “ladeira”, un fuego para reconfortarles, a ellos y a los espíritus de alrededor. Habrían preparado deliciosos dulces como castañas cocidas con anís, unas tortitas dulces parecidas a las filloas o pan de maíz preñado con uvas pasas y cabello de ángel de las calabazas que habían vaciado. Los niños se morirían por comerse los dulces, pero antes debían ganárselos.
La venerable anciana, respetada y valorada, que poseía el tesoro de la tradición oral de la comunidad, les contaba una historia que solía comenzar así: “En una noche de Samhain como esta, aquí en nuestra aldea, a un niño como vosotros le ocurrió esta terrible historia”…
Con sus variantes locales, esta misma tradición celta, fue llevada por inmigrantes irlandeses a los Estados Unidos, propiciando la conocida fiesta de Halloween que cada vez se celebra más, pero que conecta con orígenes ancestrales de significados más profundos. Después de conocerlos, esta celebración adquiere un matiz mucho más interesante.
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