Las paredes de la Venta de Vargas, la de verdad que luce en su fachada con el año 1935 inscrito en su fundación, no la de películas anacrónicas, es un compendio de todo lo que ha pasado por esas paredes que han sido la bienvenida a San Fernando para el viajero, o el final de camino para el que venía a la venta para disfrutar de todo lo que la venta daba.
Juan Vargas, hijo de Catalina y casado con María Picardo, isleña nacida en la huerta de la Compañía, dejaron atrás la Venta Eritaña y la reconvirtieron en la Venta de Vargas. Y cómo fueron llegando los más grandes del flamenco a La Isla, y volviendo, es ya el trabajo del hombre que estaba al frente del negocio y de las mujeres que lo acompañaban.
Suerte y oportunidad
No hubiera sido cuna del flamenco, como la ha nombrado la Diputación de Cádiz otorgándole la Placa de la Provincia, si la suerte y el don de la oportunidad no se hubieran aliado con sus regidores y conseguido que en plena postguerra pasara de ser considerada una simple venta con cierre a primeras horas de la madrugada, a convertirse en un punto de asistencia en carretera. Esto es, con patente de corso para estar abierta hasta las ocho de la mañana.
José Picardo, sobrino, junto con Lolo, de María, esposa de Juan Vargas, señala ese momento como el punto de inflexión para que la Venta de Vargas comenzara a fraguar su leyenda alrededor del mundo del flamenco.
Poco se podría haber hecho sin un gobernador civil de la provincia, en aquellos tiempos en los que “Franco y los gobernadores civiles eran los que mandaban”. “Los flamencos en aquellos tiempos no tenían dónde reunirse, se reunían en las ventas y allí iban los señoritos, a la Venta del Chato, Venta de Vargas, Venta Antequera que estaba en Sevilla... y estaban hasta por la mañana”. Pero después de la Guerra Civil, en la que Juan Vargas participó, los horarios se redujeron a la una o las dos de la madrugada, y además “muy a rajatabla”.
Un gobernador flamenco
Fue entonces cuando hizo su aparición en la historia de la venta el gobernador Santiago Guillén Moreno, “un hombre al que le gustaba mucho el flamenco y los toros. Como Juan era una persona muy instruido en esos mundos, le gustaba escucharlo porque Juan tenía un don. Y ese gobernador hizo tilín con Juan”.
Lo que ocurrió mezcló la personalidad de los protagonistas con las circunstancias y la picaresca, porque una noche que Guillén Moreno estaba cenando con unos amigos en la venta, ya sobrepasada con creces la hora del cierre, llegó la policía conminándolos a cerrar. Juan Vargas le dijo a María Picardo, haciendo su papel, que ya tenían que estar cerrados y “mi tía le dijo al camarero, Paco, dile al señor gobernador que para fuera, que está aquí la policía y dice que esto no puede estar abierto a la hora que es”.
Una carta providencial
La policía reculó al escucharla y María, que ya tenía confianza con el gobernador, le explicó lo que pasaba. “Eso fue a las tres de la mañana y a las diez de la mañana se coló allí un ordenanza con una carta en la que se autoriza a la venta a estar abierta las 24 horas del día como Auxilio en Carretera”.
Eso significaba que era un servicio público, teléfono público -el número 29 de San Fernando cuando la Venta de Vargas era Colmado típico andaluz-... “lo máximo. A partir de entonces la venta estuvo abierta hasta las ocho de la mañana y todos los flamencos podían venir aquí sin problemas de que los echaran”. Y llegaban los señoritos, aunque no se entienda por ‘señoritos’ el arquetipo al uso, sino además del arquetipo, a aquellos que tenían dinero para gastar ganado de las mil maneras que da la vida, inclusos la que hay detrás de las guerras.
La personalidad de Juan
Ese punto de inflexión es el que comienza a acumular historias de la Venta imposibles de transcribir, pero que en la inmensa mayoría de ellas dejan entrever la personalidad y la habilidad del hombre que estaba al frente del negocio, un gitano rubio con don de gente y con dos cualidades fundamentales. Sabía quien era y en dónde estaba.
Lolo Picardo, contador de historias que se las paladea con el sabor de los buenos recuerdos, cuenta cómo Juan Vargas le explicó por qué no se compraba un Mercedes cuando en aquellos tiempos ese tipo de coches “sólo los tenían los toreros”. Sencillamente porque el hecho de que lo vieran por la calle Real en semejante vehículo hubiera hecho que la gente “le hundieran el negocio”. Lo mala que es la envidia y lo bueno que es saberlo.
La Venta de Vargas, aunque la figura de José Monge Cruz Camarón de la Isla haya sido y siga siendo fundamental en su historia flamenca, no es sólo la Venta de Camarón. Por ella pasaron los más grandes y entre ellos uno de los grandes genios del flamenco, amigo personal de Juan Vargas. Manolo Caracol se partió la camisa cantando ante la mirada de Lolo Picardo, que con sus doce años no salía de un asombro que ahora comprende, y el resto de grandes artistas dejaron entre sus paredes algo más que fotografías. Un ambiente mágico en el que el tiempo se para, para bien o para mal. Pero se para.
Camarón y 'Los Canasteros'
“Canta bien, pero es un gitano rubio. Y eso le cayó muy mal a Camarón que nunca le cantó en Los Canasteros a Caracol. Eso nunca se ha contado pero se va a contar para que se aclare la verdad”, cuenta Lolo Picardo poniendo a su hermano como principal testigo.
Cuando se casó Jose Picardo fue a Madrid con su esposa, Manuela Fontao, y allí los esperó Camarón, que entre otros lugares los llevó al mítico tablao Los Canasteros, propiedad de Manolo Caracol.
Allí, el presentador “cuando ya José era Camarón y era reconocido, tendría 19 años o veinte años” hizo mención a quién se encontraba en la sala y ante los aplausos del público, cantó desde la mesa, “pero nunca se subió en el escenario porque le dolió mucho eso”.
Lolo reseña que Camarón era una persona muy especial, tanto como para rechazar “un fajo de cuatro o cinco mil duros” de unos que llegaron preguntando por él y el cantaor se ocultó mientras estuvieron en la venta. Luego, cuando se fueron los adinerados y tras recriminarle José Picardo haber perdido ese dinero “por dos o tres cantes”, Camarón dijo que estaban “borrachos y tiene mucha guasa”.
Y luego le pidió dos pesetas a José Picardo para ir a Cádiz, que como ninguno de ellos tenía, las cogieron de las propinas que tiraban los camareros sobre la cámara frigorífica del bar.
"Tú vienes a probar lo mismo que probó Caracol o Camarón"
La historia que se hace leyenda cuando se cuenta mil veces y que envuelve a la Venta de Vargas no ciega los ojos del portavoz de la cuarta generación que se pone el frente de un legado que tienen la obligación de mantener y difundir. Lolo Picardo (hijo) sienta los pies en el suelo de la realidad y recuerda que tanto antes como ahora, Venta de Vargas es un restaurante. De hecho, la Placa de la Provincia de Cádiz que ha recibido el establecimiento tiene una doble consideración, como “cuna del flamenco y como templo de la gastronomía”.
—¿Cómo está el panorama en el sector hostelero?
—Primero decir que lo de Camarón ha sido tan gordo que siempre nos vamos al aspecto cultural y flamenco de la venta, pero Camarón, Caracol y todos los artistas no venían sólo a escuchar flamenco, sino a comer, desde el año 1924 en que una alcalaína, de Alcalá de los Gazules, Catalina Pérez (madre de Juan Vargas) llegó con unos conocimientos de cocina que mezclados con los de María Picardo, hizo una cocina que aún perdura. Trajo el guiso de rabo de toro, la berza gitana porque ella era gitana, introdujo las croquetas caseras, las papas aliñás mezcla de lo que sabía ella con lo que sabía mi tía María, las tortillitas de camarones que son unos platos y un patrimonio que tiene la Venta de Vargas.
—La polémica sobre las tortillitas de camarones.
—Indiscutiblemente, son del barrio de las Callejuelas, el barrio de Camarón. Lo que hizo Catalina fue estilizar la tortillita, hacerla más fácil de comer y más comercial. Si ponías unas tortillitas de harina de garbanzos ya no volvías a comer otro plato. Entonces ella, muy lista que era, hizo la tortillita muy finita. Luego la tortillita es originaria de La Isla. La fina, de la Venta.
—Venir a comer a la Venta de Vargas es venir a comer algo distinto.
—Mucha gente viene y dice que las patatas aliñás tienen otro sabor. Hombre, es que este es el sabor de las papas aliñás. Las tortillitas no saben como en otro sitio... Es que este es el sabor de las tortillitas. Si vas al Museo del Prado y ves un cuadro de Las Meninas... pues claro, es que allí es donde están La Meninas, y aquí están las tortillitas, es el sabor de las tortillitas, el sabor de las patatas, el sabor de la berza... En otros sitios se van probando otras cosas que no son los originales, este es el sabor original y se sigue manteniendo al mismo que trae el aceite, al que trae los camarones, al que trae la harina... Tu vienes a probar lo mismo que probó Caracol, lo mismo que probó Camarón, Mágico González cuando firmó con el Cádiz...
—Y los mitos malos.
—Algunas veces no te dejan vivir. La Venta de Vargas es un restaurante a nivel de precios igual que cualquier otro, en un chiringuito de la playa te cuesta más caro que en la Venta de Vargas.
—Templo gastronómico.
—Sabemos que hay gente que nos critica diciendo que hemos aportado poco, pero hemos conservado. Hay quienes aportan pero nosotros, además de que hemos aportado cosas, hemos conservado lo básico. Esto es la gastronomía gaditana y cañaílla desde principios de siglo.
—Recibir ese doble premio, cuna del flamenco y templo gastronómico supone un desafío para la cuarta generación.
—Queremos seguir manteniendo las tradiciones, aportando porque las cosas evolucionan y hay que ir quitando y poniendo, pero la base seguirá sido la misma. Si algún día tenemos que cerrar lo haremos haciendo tortillitas de camarones, berza, patatas aliñás y bienmesabe que son las cosas típicas de aquí y que aquí se mantengan.
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