Estas serán las primeras elecciones al Parlamento europeo después de la pandemia. Las cosas se olvidan con facilidad, pero si con antelación hubiéramos tenido que anticipar la respuesta conjunta de los países comunitarios a un desafío común tan enorme como el que entonces se afrontó, las previsiones hubieran sido muy pesimistas. Y sin embargo, Europa supo estar a la altura, siendo capaz por ejemplo de establecer un fondo conjunto de reactivación para amortiguar el impacto económico de la Covid-19. Eso lo hizo, además, en un momento de cierto escepticismo europeísta, en el que el papel de las instituciones comunitarias recibía el doble cuestionamiento de quienes, por un lado, piensan que deberían tener un peso decisorio mucho mayor, y el de quienes, por el otro, opinan justamente lo contrario.
El proyecto político europeo siempre ha estado sometido a esa tensión dialéctica. De ella se deriva probablemente la impresión de ser un proyecto en construcción, inacabado, a medio camino, que no acaba de decidirse entre la convergencia política y la soberanía nacional. Tal es, de hecho, la que siempre se ha considerado principal debilidad o contradicción intrínseca de la Unión Europea: ser un proyecto internacional de soberanías nacionales, en el que las instituciones políticas comunitarias conviven con las nacionales, y en el que los grandes avances y acuerdos, como los que se produjeron para combatir la pandemia, requieren de la negociación entre los representantes políticos de los Estados.
Y sin embargo, precisamente en la respuesta al Covid19, Europa mostró que acaso eso que el historiador Tony Judt definió como una rareza política, “el compromiso inusual de una gobernanza internacional, puesta en marcha por gobiernos nacionales”, no sólo no tenga que ser necesariamente una debilidad, sino que sea contrariamente un rasgo esencial de lo que realmente representa Europa: un proyecto unitario y al mismo tiempo diverso, en el que los intereses económicos y los valores políticos comunes conviven con la pluralidad de culturas y sentimientos nacionales, y en el que los ciudadanos de los Estados miembros tienen la posibilidad de reconocer lo mucho que los unen sin dejar de sentirse unidos a su territorio… Un proyecto en definitiva que no nos obliga a elegir entre ser españoles y europeos sino que nos permite e invita a sentirnos ambas cosas intensamente.
Europa no tiene Constitución ni Ejército, al menos de momento, pero eso no significa que carezca de toda forma de poder duro, pues sus reglas económicas condicionan la forma de producción de los actores económicos más relevantes en todo el mundo, ni tampoco significa que sea solo un proyecto fundamentalmente económico. Al contrario, es un proyecto económico pero también -y sobre todo- político con atributos específicos perfectamente perfilados y que son herederos de los valores democráticos clásicos e ilustrados, así como de un modelo de cohesión social que suscita admiración universal. Por decirlo en pocas palabras, Europa es el ensayo político más logrado de la convivencia de los principios de libertad e igualdad.
Frente a los escépticos de las instituciones comunitarias y negacionistas de sus éxitos indudables, que desearían desandar todo o casi todo el camino avanzado desde la firma del Tratado de Roma de 1957, y los que inversamente sueñan con una Europa supranacional, dotada de una híper-administración con atribuciones para imponer sus criterios y políticas sobre los Estados en materias como la transición energética o el medio ambiente, el europeísmo que representa el PP y en el que creemos la inmensa mayoría de españoles y europeos es el mismo que tenían en mente sus padres fundadores, basado en una sana colaboración económica y una cesión limitada de soberanía sobre unas sólidas bases políticas comunes. La idea de una Europa a la vez plural y cohesionada, cultural y políticamente diversa pero firmemente comprometida con unos principios firmes e innegociables, heredados de Grecia, Roma y el cristianismo, y acabados de pulir por la Ilustración y la experiencia histórica del Estado del Bienestar tras la Segunda Guerra Mundial.
Probablemente haya una Europa mejor que la que tenemos. Pero conviene insistir en que esta Europa ya es una gran Europa. Un espacio compartido entre naciones que es garantía de libertad, reconocimiento de los derechos humanos, tolerancia y convivencia cultural, racial y religiosa. Donde se deciden y se ponen en marcha políticas que son capaces de mejorar la vida de las personas y sus oportunidades de realización individual. Sobre esas bases, el proyecto europeo debe seguir avanzando, para que Europa sea más, pero sin dejar de ser la misma Europa.
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