Hace varias semanas recordaba una anécdota vinculada al escritor Mark Twain, pero ésta, inevitablemente, es mejor ocasión para tenerla presente. Tenía que ver con el temperamento del célebre escritor, a la gresca siempre con alguien o con algo que no le gustaba, pero con la suficiente sensatez como para no dejarse llevar por un momento de acaloramiento. Lo que hacía de inmediato, aún con el fragor de la batalla dialéctica en el cuerpo, era ponerse a escribir un artículo para fijar sus posiciones y arremeter contra las de los demás. Sin embargo, cuando lo terminaba no lo mandaba a imprenta, sino que se lo guardaba en el bolsillo de la chaqueta, donde reposaba durante tres días. Pasado el plazo, extraía el documento y volvía a leerlo. Si consideraba que respondía a un razonamiento sopesado, lo publicaba; si lo que le transmitía rozaba el lenguaje tabernario lo hacía pedazos.
Creo que Pedro Sánchez tendría que haber seguido su ejemplo. Darse esos tres días después de escribir su carta. Volverla a leer. Decidir si era necesario publicarla o, simplemente, tomar la decisión. En realidad, da igual lo que yo piense en este momento, puesto que a estas alturas cualquier ciudadano ha tenido ya tiempo de extraer sus propias conclusiones y forjarse una opinión sobre los hechos, pero todo está muy relacionado con algo de lo que escribía recientemente Javier Cercas en El País Semanal: la empatía. “Es la palabra de moda, sobre todo entre nuestros políticos, que predican la empatía para todo el mundo, a todas horas y en todas partes”. Y concluye: “Quien predica la empatía indiscriminada no tiene ni idea de lo que es la empatía: o es un demagogo o no la ha practicado nunca”.
La carta del presidente era un llamamiento casi desesperado para generar un estado de empatía a partir de su propia situación personal y familiar. Pedro Almodóvar ha reconocido públicamente que se “hartó de llorar” después de leerla, lo cual parece querer dejar en mal lugar a todos los que no lo hicieron o no empatizaron con la misiva de Sánchez. José Vicente Barcia ha escrito en su blog que “quien no sienta empatía por Pedro Sánchez, independientemente de las diferencias ideológicas y políticas, es que comparte el espíritu golpista de quienes le persiguen”. Lo que faltaba. Como canta Calamaro, “la culpa es un invento muy poco generoso” como para cargar encima con la de los demás. Pobre Pedro Sánchez, sí, y pobres todos los políticos que se someten a diario al pim-pam-pum incensante del adversario por el mero hecho de serlo y querer ocupar su lugar. A eso se reduce todo, aunque ahora toque empatizar.
En paralelo, el PSOE ha tenido que poner en práctica lo que los estadounidenses llaman “wag the dog”, una estrategia de distracción con la que se persigue que una parte pequeña o sin importancia de algo se vuelva demasiado importante y lo controle todo. En el fondo lo que persigue es la construcción de un nuevo relato en torno a la figura presidencial -Bush y Clinton lo pusieron en práctica en momentos delicados de sus mandatos- que decante la balanza en favor de determinados intereses políticos: los cinco días de espera, el protagonismo de Zapatero, la llamada a la movilización, las especulaciones sobre la línea sucesoria, las lágrimas de Almodóvar, los artículos en defensa de Sánchez, los autobuses fletados a Ferraz, y así hasta la comparecencia del lunes. Sólo ha faltado componer una canción dedicada al presidente. Hay una película fantástica, La cortina de humo (Wag the dog), que lo relata de principio a fin. Ya está inventado.
España se divide ahora mismo entre los que piensan que Sánchez acabará dimitiendo y los que no, entre los que asisten afligidos a su fustigamiento personal y los que no. Las dos Españas, otra vez, aunque bajo el supuesto objetivo de establecer un antes y un después. Qué bonito que sólo fuera eso y así poder llorar junto a Almodóvar.
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