Dicen por ahí las malas lenguas que en el manicomio se dicen muchas tonterías y pamplinas al cabo del día y que los locos hablan cuando deben callar o callan cuando deben hablar. Yo no voy a negar nada de esto, porque es verdad verdadera. Precisamente por eso se hicieron los manicomios, para juntar allí a los que no carburábamos demasiado bien y le dábamos a la mojarra sin ton ni son.
Sin embargo, cada vez que me dan permiso para salir a dar una vuelta, observo que ahí fuera la cosa no está ni para quitarse el sombrero, ni para aplaudir. Siempre me pregunto por el interés que tiene mucha gente en que todo el mundo se entere de lo que están hablando. Concretamente, el otro día me monté en el autobús y había dos mujeres hablando a viva voz y casi gritando como si les fuera la vida en ello. Se contaban una a otra algo extraño sobre el vecino de la prima de una de ellas, que por lo visto era un elemento de mucho cuidado, que tenía guasa la cosa y que no había derecho no sé a qué. Será que mi cerebro no hila demasiado bien, pero me fue muy complicado seguir la conversación, y menos sacar una conclusión. Pero lo que más me llamó la atención fue la energía que derrochaban hablando. Más que hablar, torpedeaban los oídos de los que en silencio aguantábamos el chaparrón de la fuerte verborrea que esparcían a los cuatro vientos. Y yo me preguntaba qué nos importaba a los demás la vida y milagros de nadie. Bastante tenemos los locos con lo que llevamos por delante como para abarcar también las miserias y tejemanejes del resto de los mortales. El ya elevado volumen de cada una de las palabras de aquellas mujeres iba subiendo de tono, hasta tal punto que yo creo que mucha gente se bajó antes de tiempo por no tener que soportar los decibelios con que se despachaban ambas criaturas. Al mismo tiempo, dos hombres con las venas del cuello hinchadas, hablaban de política y se acordaban del presidente del gobierno sacando en su alterada conversación, no sé por qué, la figura de Pinocho y de su nariz. Sus expresiones me recordaron los piropos que se le dirigen al árbitro cuando no lo está haciendo bien.
Total, que entre unas y otros me quedé con el tímpano asustado en un rincón del oído y pidiendo una tregua sin necesidad.
Los locos pensamos que en este tema hay dos extremos que no se tocan: el silencio y el vocerío. En otros países, incluso en otras comunidades autonómicas españolas, la gente viaja más o menos en silencio o habla entre sí en voz baja, porque a nadie le interesa tener que oír historias para no dormir. Aquí no, aquí el personal no se queda tranquilo si no eleva el tono de voz hasta el infinito. Aquí, más que molestar se tortura. Estoy seguro de que, si la Santa Inquisición hubiera conocido esta forma fácil y barata de torturar, sin duda alguna la hubiera utilizado sin pensarlo dos veces en lugar de aquellos instrumentos que tanta pupa hacían.
Cuando por fin me bajé del autobús, empezó mi cerebro a dar vueltas y no me volví loco porque ya lo estaba, pero poco me faltó.
En esta semana, que por algo está dedicada mundialmente al cerebro, los locos pedimos que la gente se aguante un poquito y les comunique a sus células grises que den orden a sus respectivas gargantas para que aflojen la intensidad de sus cuerdas vocales. Sería de agradecer.
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