En lo alto de una montaña cerca de Nápoles (sur de Italia) se alza un santuario al que cada año, el día de la Candelaria, peregrinan los transgénero y homosexuales de la zona para venerar a una antigua Virgen que creen su protectora, en un ritual de fe y folclore cuyos orígenes se pierden en el tiempo.
La abadía de Montevergine, construida sobre el macizo del Partenio a 1.270 metros de altitud, atrae cada 2 de febrero a miles de personas que rinden tributo a una Virgen negra llamada 'Mamma Schiavona', la "que todo lo puede y todo lo perdona".
Es un día de fiesta para la comarca y los fieles llegan al lugar para entonar viejos cánticos con panderos y castañuelas, bailando sobre un suelo congelado y barrido por un viento de pasmo a estas alturas del invierno.
La protectora de los 'femminielli'
Pero se dice que esta Virgen no es imparcial, que tiene unos hijos a los que profesa una devoción especial, hombres que aman a hombres, mujeres que desean a otras mujeres o personas que en algún momento cambiaron el género con el que llegaron al mundo.
La propia María reveló esta predilección cuando, según cuentan, bajó de los cielos en 1256 para salvar con su manto a dos sodomitas que habían sido atados a un árbol de estos lares por sus vecinos para que murieran de frío o hambre o devorados por los lobos.
Desde entonces esta advocación mariana, un hermoso icono medieval de la Virgen con el Niño, ha sido erigida como protectora de los homosexuales, transgénero y los "femminielli", una antigua y respetada comunidad andrógina de los barrios napolitanos.
La joven Marika se considera uno de ellos y este año peregrina a Montevergine por primera vez: "Es un modo de descubrir esta realidad nacida de una leyenda importante para nuestra comunidad", explica a EFE antes de tomar el funicular que le llevará al santuario.
Esta divinización 'trans' podría incluso ser más antigua pues donde hoy se levanta este monasterio benedictino en algún momento existió un templo de Cibeles, la diosa romana de la tierra, cuyos sacerdotes, extasiados, llegaban a castrarse.
"Este es un día relevante para la comunidad trans", sostiene por su parte Valentina, una psicóloga de un pueblo cercano.
Para ella, el santuario tiene una doble importancia: primero por ser uno de los lugares de su infancia, pues solía visitarlo con sus padres en verano, pero también por el significado que tuvo en su transición a pesar de no ser creyente.
"Cuando empecé a tomar hormonas soñé con la Virgen, fue como una alucinación, como si me indicara el camino", confiesa, encogida bajo un grueso abrigo negro.
Un templo consagrado a la acogida
La celebración tiene visos de paradoja pues se trata de una liturgia católica ansiada por quienes tradicionalmente fueron rechazados por la Iglesia, mucho antes de que el papa Francisco llamara a la acogida de estas almas siempre excluidas de la grey.
El día arranca viajando a Montevergine en decenas de autobuses desde las ciudades de alrededor y durante el trayecto el ambiente se va caldeando, con música tradicional e himnos marianos.
Este año, miles de personas han subido al santuario, donde bailan sin parar desde el amanecer, haciendo sonar los tambores con sus propias manos, que llegan a sangrar cortadas por el frío.
A media mañana comienza la misa de la Candelaria, oficiada por el abad, mientras a las puertas los 'femminielli' y la corte que los rodea renuevan su propio ritual, subiendo los gélidos peldaños de roca de la entrada de rodillas.
Ahí está 'Ciretta' (Ciro declinado en femenino), un conocido 'femminiello' tocado con flores que, pese a su avanzada edad, hinca sus rótulas en la escalera de roca para invocar a María, dirigiendo al cielo sus anhelos de gracia con gritos y cánticos que suenan como vetustas letanías.
"Que un lugar sagrado como este abra sus puertas a la comunidad LGBTQ y acoja esta tradición da una idea de la acogida que debería existir", opina Viola, una joven que danza en el claustro, calentándose las manos con un vaso de vino especiado.
Terminado el rito, es hora de cambiar las alturas por el resguardo de una buena chimenea y todos los fieles descienden a los pueblos para almorzar y enredarse en eternas sobremesas de música, risas y tómbolas porque en Nápoles se cree que los 'femminielli' traen suerte.
La noche cae rápido en las faldas de Montevergine y los hijos de "Mamma Schiavona" regresan dondequiera que vivan, habiendo renovado, un año más, una devoción que parece eterna.