Cuando le preguntaba a mi abuelo si en sus campañas por altamar había visto alguna vez sirenas, como buen gallego, me respondía: puede que sí o puede que no, pero haberlas haylas. Me contó que en una ocasión más allá de Finisterre creyó oír el llanto de Mariña, y que volvió a oírla con voz triste al virar al Sur en el Cabo Espartel. Esa era una de las pocas sirenas buenas de las que tenemos constancia, y parece que la congoja le acompaña desde hace tiempo, desde que los humanos hicieron del mar un gran vertedero, en especial desde que los plásticos flotantes empañan la superficie de los mares y océanos. El vertido de los pellets en las costas gallegas me ha traído a la memoria aquellos recuerdos, sobre todo cuando leo que a esos ovillos de plásticos se le dan el nombre de lágrimas de sirena, posiblemente las de Mariña.
Es más que evidente que, como aquella edad de piedra, del bronce o del hierro, en la actualidad la historia de la humanidad se adentra por el lodazal de la edad del plástico. En estas últimas cinco décadas este material tan artificioso se ha convertido en el pilar de nuestro desarrollo, de nuestra forma de vida. Miren a su alrededor y seguro que cuanto les rodea está cargado de tan útil producto humano. Sin lugar a duda su descubrimiento e intensa producción ha supuesto un gran avance, tan grande que incluso es la base de una nueva era geológica a la que hemos dado en llamar antropoceno, período durante el cual la fuerza de la actividad humana se sobrepone a las de la naturaleza. Pero como en muchas de nuestras acciones, que se suponen inteligentes, no se tienen en cuenta los efectos colaterales, las segundas derivadas. Hasta ahora no hemos caído en la cuenta que tan imprescindible producto requiere de siglos para ser degradados en su integridad. Mientras tanto, en su proceso de desintegración, pequeños girones a los que llamamos micro y nanoplásticos se liberan a la naturaleza, incorporándose a todo tipo de seres vivos, concentrándose a lo largo de la cadena alimentaria. Las consecuencias finales aun son imprevisibles.
Los plásticos se han convertido en el enemigo silencioso que actúa como una venganza que se sirve en frío, lenta y letal. Llamar lágrima de sirenas a estas bolitas de plástico es tan acertado como triste. Seguro que a Mariña sólo podrá consolarle que algún día la ciencia alcance a encontrar una forma de degradarlos.
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