Cuando entras en un bar de Sevilla. De los de toda la vida. En ese momento ya hay un sujeto, dícese camarero, invitándote a entrar y acomodarte en un huequecito (sí, ese que parece que no existe, pero sí existe). Simultáneamente te pregunta que qué quieres. De beber, por supuesto, que el condumio llegará después. En tu fracción de barra bebes ansioso ese primer trago que permite que la espuma no se largue. Mientras, buscas la pizarra de las tapas.
El camarero, ágil y rítmico, levanta vasos a la vez que, con la bayeta, enjuga lo que los vasos han sudado. El vaso vuelve a ser depositado. Pero, fíjese bien, no en el mismo lugar. El camarero va, sutilmente, recolocando vasos. Con ello provoca unos movimientos similares, apenas perceptibles, en cadena, de la clientela. Con ello va consiguiendo algo parecido al vacío donde parecía imposible. De nuevo entran parroquianos, necesitados de amor, que son acomodados en la barra. Y así, de forma sucesiva, hasta que se completa el cuadro de un bar amistosamente rebosante.
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