Nos deja este año con esa sensación de haberlo vivido tan deprisa que no ha habido forma de contar los meses ni descomponerlos en semanas. Entre este final y el comienzo del siguiente, entre un día y otro, hay un hueco donde los logros, los propósitos y los proyectos se devanan como en un ovillo. Pasadas las fiestas iremos deshaciéndolo para ponernos a prueba a lo largo de los cuatro trimestres que tenemos por delante, un espacio tan largo que siempre nos resulta corto cuando el frío empieza a rascar de nuevo.
Este año que se nos va obliga a volver la cabeza, como en los anteriores, para comprobar no solo la prisa que nos lleva, sino la vida que llevamos, casi frenética, como si no hubiera un mañana. Es lo que se comenta y debe de haber una explicación mejor a la conocida, la secuela del confinamiento, haber vivido una pandemia, el temor que no acabamos de superar. Sin embargo, han pasado tres años y la nerviosidad, la angustia, la impaciencia siguen empujando. Si nuestros mayores pudieran echarnos un vistazo dirían algo tan simple y coherente como un refrán o bien concluirían con una de esas frases potentes y diáfanas que guardaban detrás de las orejas, a fin dejarnos envueltos en ese silencio extraordinario e intenso que alimenta la experiencia.
Este año que se va nos deja escaparates con disponibilidad de alquiler y la tristeza de otro local vacío sumado a la lista de ilusiones rotas. Da vértigo pensar cuántos se habrán añadido a aquellos ciento cincuenta y tantos contados por más de un andariego isleño hace unos ocho o diez años.
El cierre de un negocio es una decisión difícil y debe de ser muy doloroso tratar con el público durante un tiempo sin poder ofrecerle más que cuanto ve, que el interesado no puede solicitar un pedido porque no se lo pueden servir, un proceso que muchos comercios han alargado lo indecible para poder seguir en la brecha sin lograrlo, un tiempo con mellas en los estantes, en los percheros y en los expositores.
Decir adiós es penoso, como lo es darle la última vuelta a una llave, dejar de oírla raspando las muescas de la cerradura, no sentir el frío del metal ni olerlo en las yemas de los dedos, verla colgada en el llavero sin otro movimiento que el de las otras, saber perdida su esperanza de uso.
Son aires difíciles, escribió Manuel Altolaguirre hace casi un siglo y el verso nos sigue abrumando. Este año que se nos va podría llevárselos. Dicen que nuestro levante está a punto de saltar.
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