Todos los años tiene lugar la misma retahíla por estas fechas. Que si la hipocresía de la reunión familiar entre parientes que no se llevan del todo bien el resto del año. Que si el consumismo aprovechando la tradición del intercambio de regalos. Que si el cuñado en Nochebuena, los atragantamientos con las uvas para recibir el nuevo año, Manolo, que todavía son los cuartos, la capa de Ramón García (que este año vuelve a las retransmisiones de la 1), si Papá Noel o los Reyes Magos o que no se entienda que los ateos celebren estas fiestas de tradición cristiana (obviando que también se celebra el Hannukah, el solsticio de invierno y un sinfín de festividades paganas).
Debe ser que, por edad y por que me aburre la reiteración de frases repetidas; el caso es que estas fiestas me resultan un peñazo. Ya no sólo por la tristeza que me produce la ausencia de tantos seres queridos a quienes, por ley de vida, no puedo sino añorar. Ya ni siquiera por la cuesta que hay que subir (la de enero) cuando los fastos llegan a su fin. Me hacen un nudo en la garganta los anuncios de turrones, cada vez más lacrimógenos, la sensación de felicidad que pretende transmitir cualquier hijo de vecino en sus redes o los villancicos en la megafonía instalada en cualquier calle que me recuerda esos tiempos en que estas fechas me llenaban de ilusión. Vuelvo a vista atrás y me recuerdo con mi madre en La Perla, aquella juguetería señera en San Fernando, viendo bajar cajas de juguetes por un montacargas que mi progenitora me decía que llenaban los propios Reyes Magos desde la azotea del edificio. Qué tiempos...
Ahora tengo 43 años y no puedo abusar de los polvorones o el turrón; de pequeño sólo era para que no me doliera la tripa y ahora es para que no me suban el azúcar y el colesterol. Faltan mis abuelos, que hacían de núcleo para la familia, y mi tía la que saltaba a cantar villancicos de repente y sin venir a cuento como si le hubieran dado al botón de play ya no está para muchas fiestas. Los primos pequeños ya tienen preparadas sus salidas con sus compañeros de la universidad y los mayores estamos cada uno en un punto del país con nuestros trabajos y familias. Este año no puedo ir, el peque está malito y el viaje es muy largo, aclara uno de ellos. Yo tengo turno partido y llego sin ganas de nada, dice otro. Y yo me doy con un canto en los dientes porque, al menos, llegaré a la ciudad y comeré con mi madre en la residencia. Luego, cenaré con mi padre en Nochebuena, veré a mis hermanos... No me puedo quejar, algo de esa Navidad de antaño sigue vigente.
No es consuelo el mal de otros, pero muchas personas pasarán estas fiestas solas. Obligadas a hacerse las fuertes y decir que no es para tanto si pasan cada día como uno más, sin nada que celebrar. Sin un triste tarro de colonia a los pies del árbol, sin nadie con quién brindar por la entrada del Año Nuevo o sin cagarse en la leche que mamó el niño que ha tirado el arbolito o el Belén con el balón nuevo. Personas que no tienen con quién compartir tiempo y viandas estos días o que, quizá, ni siquiera tengan a quién echar de menos porque su avanzada edad o alguna patología haya deteriorado su memoria. Y mientras, como decía al principio, habrá mucha gente reunida, poniendo buena cara y comentando gilipolleces.
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