La luz de los indianos

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Todos los días, miles de veces al día, usamos la palabra electricidad y qué pocas veces nos hemos preguntado qué quiere decir realmente esa palabra y por qué se llama así a la corriente de ese extraño fluido que llega hasta nuestras casas y nos proporciona toda clase de confort.


Como muchas de las palabras que conforman nuestro vocabulario, la palabra electricidad viene del griego “elektron” que significa “ámbar”. Su nombre procede de un experimento realizado por Tales de Mileto, el primero y el más famoso de los siete sabios de Grecia, en el año 600 antes de nuestra Era y cuando observó que un trozo de ámbar, al ser frotado contra un paño de lana o un trozo de piel, era capaz de atraer pequeñas cosas y si frotaba por gran espacio de tiempo, llegaban a saltar chispas.

La capacidad de aquella resina de atraer pequeñas cosas, se asoció con otro fenómeno que se había apreciado en unas extrañas piedras descubiertas cerca de la ciudad de Magnesia, las cuales tenían la capacidad de atraerse unas a otras. Aquel fenómeno, hoy completamente estudiado y aclarado, debe el nombre de magnetismo a la zona en la que se observó por primera vez. El magnetismo es una de las facultades creativas que posee la electricidad y que mejores resultados ha proporcionado.

Pero el objetivo de este artículo es hablar de la electricidad como proporcionadora de luz y cómo llegó la luz eléctrica a nuestras ciudades y hogares.

Si preguntamos quien inventó la lámpara eléctrica, casi todo el mundo contestará que fue Tomás Alva Edison y es cierto, al menos eso es lo que consta en la patente número 223.898 que le fue concedida el 27 de enero de 1880 por el Gobierno de los Estados Unidos.

Todos sabemos lo que es una lámpara de filamento incandescente, a la que en España llamamos bombilla y que ha sido uno de los mejores inventos de la humanidad, pues desde hace casi siglo y medio nos viene proporcionando luz a las oscuras noches, tanta, que casi podemos hacer en ese período de oscuridad, las mismas cosas que de día.

Lo que muy posiblemente no se conozca tan bien es que la bombilla, de las aplicaciones prácticas de la electricidad, es la que menos resultado produce, con mayor consumo. Me explicaré mejor: del total de energía consumida para producir luz, mediante la incandescencia de un filamento que actualmente es de tungsteno (Wolframio), pero que en principio era de bambú carbonizado, un 25% se transforma en calor que no sirve para otra cosa que para quemarse las manos aquel que toca una bombilla encendida; un 60% se trasforma en radiaciones no perceptibles por el ojo humano, como son la luz ultravioleta o la infrarroja y solamente el 15% de la energía consumida, se transforma en luz aprovechable.

En el momento actual, la situación es otra, pues las lámparas de filamento incandescentes casi no se usan y han sido sustituidas por las de bajo consumo, halógenas, fluorescentes, etc.

Para hacer un poco de historia, es necesario señalar que Edison era un ferviente defensor de la corriente eléctrica continua, que es la que, por ejemplo, proporciona una batería o una pila, pero ese tipo de electricidad no se usa nada más que en determinados aparatos. Toda la energía que se produce, se transporta y se consume, es de corriente alterna. Y en el campo de la corriente alterna, casi todo se le debe a un científico serbio, del que ya hablé en un artículo hace tiempo: Nikola Tesla, un ingeniero que emigró muy joven a los Estados Unidos, y que actualmente es reconocido como un cerebro adelantado a su época, posiblemente más que el propio Edison. Tesla apostó por la corriente alterna y demostró que tenía razón, pues es mucho más fácil de producir y de transportar.

Pero la electricidad no es en aquel momento una energía popular, es más, mucha gente le temía como a algo a lo que no encuentra explicación. Todo el mundo sabe que los combustibles arden hasta quemarse por completo o que el gas que fluye por una tubería es capaz de mantener encendida una llama durante mucho tiempo, pero que por el interior de un cable metálico se halle corriendo a una velocidad impensable, un fluido que se llama electricidad, es algo que muchas personas no eran capaces de comprender y eso originaba un rechazo. La pública aceptación de la electricidad como energía capaz de producir luz, se consigue cuando se hace funcionar una bombilla de forma ininterrumpida durante 48 horas sin que haya que repostar el petróleo usado en las lámparas antiguas, ni que hacer fuego para encenderla y sin que su función haya dejado el menor rastro de suciedad o residuos. El experimento, debidamente publicitado, tiene la virtud de hacer comprender a la sociedad que se halla frente a un avance de la técnica muy importante y los gobiernos, sobre todo los municipales, inician en cada ciudad, los trabajos necesarios para sustituir las viejas farolas de petróleo o de gas, por modernas luminarias con bombillas incandescentes.

El progreso es imparable, aunque en su camino dejó detrás y en una complicada situación, a toda una legión de profesionales del alumbrado que eran conocidos como “los faroleros”.

Los faroleros eran aquellos hombres que con una larga pértiga en cuya punta llevaban una especie de garfio y un pabilo encendido, iban, una por una, todas las farolas del pueblo, abriendo la llave del combustible y prendiendo la mecha, en una doble maniobra, de encendido a la caída de la tarde y apagado a la salida del sol.

Tanto prendió el farolero en mis recuerdos de aquella España de los años 40 y 50 que aún me viene a la mente, con cariño, cómo en mi casa, cuando la bombilla que triste y mortecina nos iluminaba en las largas noches de entonces, empezaba a titilar, señal inequívoca de que de un momento a otro nos iba a dejar a oscuras, cantábamos con fuerza: “farolero, pum, pum; que se encienda la luz”; una y otra vez hasta que se normalizaba, o se iba definitivamente, momento en el que mi madre sacaba el quinqué y mi padre lo encendía.

Ya no se podía leer, ni escuchar la radio, así que todos a la cama y al día siguiente, en el colegio, nos justificábamos por no haber hecho los deberes: es que se fue la luz.

La primera ciudad del mundo que se iluminó con energía eléctrica, no fue ninguna gran ciudad, ni siquiera conocida, es más, se trata de una pequeña villa del estado norteamericano de Indiana, llamada Wabash, relativamente cerca de Chicago, capital del estado de Illinois.

Fue el 31 de marzo de 1880 cuando el alcalde de la ciudad subió el machete que conectaba los dos polos del tendido eléctrico que recorría la ciudad y, de manera instantánea, para asombro de todos los presentes, la ciudad quedó iluminada.

En principio, la iluminación pública se realizaba con corriente procedente de generadores locales que los ayuntamientos de las diferentes ciudades fueron adquiriendo para sustituir la iluminación por gas, fuente de numerosos problemas y de catástrofes producidas por incendios y explosiones.

Curiosamente en Europa, tampoco fue una gran ciudad la primera en iluminar sus calles con luz eléctrica; fue una ciudad rumana que de no tener un club de futbol de cierto renombre, nadie conocería. Se trata de Timisoara, al oeste de Rumania y cerca de la frontera con Hungría. Pues bien, esa ciudad, perdida en el centro de Europa, fue la primera en alumbrarse con luz eléctrica.

En España no hemos sido distintos a lo que hemos visto que ocurrió en América y Europa.

No fue Madrid, ni Barcelona, ni ninguna capital de provincia la primera ciudad española en iluminarse eléctricamente.

Es más, casi no era una ciudad, algo más que una pequeña villa en la cornisa cantábrica que contaba con la fortuna de que en ella nació un hombre insigne: Antonio López López, primer Marqués de Comillas, que después de marcharse a hacer las Américas, como se decía entonces a los que probaban fortuna en el Nuevo Mundo, volvió a España tan inmensamente rico y poderoso que llegó a alternar con el rey Alfonso XII, el cual le concedió el título de marqués de su pueblo natal.

Comillas, en la provincia de Santander fue, gracias a la intervención del indiano Antonio López, la primera ciudad española en contar con luz eléctrica en sus calles y eso ocurría el año 1881, apenas un año después de que la electricidad hubiera alumbrado una ciudad por primera vez en la historia.

En aquel verano, Antonio López, invitó a su majestad el rey a que celebrase en su pueblo un Consejo de Ministros y con motivo de tan egregio acto, en aquella pequeña ciudad costera, se inauguró el alumbrado eléctrico que era, en definitiva, lo que Antonio López quería que el rey y sus ministros presenciaran.

El Marqués de Comillas es un personaje entrañable y querido en Cádiz, aunque no era éste que impulsó la electricidad, sino su hijo Claudio López Brú, segundo Marqués de Comillas en cuya memoria, la ciudad de Cádiz puso su nombre a una de las alamedas más bonitas de España.

La vinculación de este personaje con nuestra ciudad se debe a que la familia López era la propietaria de la Compañía Trasatlántica Española, muchos de cuyos barcos salían de Cádiz para enlazar con los diferentes puertos del continente americano y con las Islas Filipinas. Su intervención en la Guerra Hispano Estadounidense fue crucial y su enorme colaboración fue agradecida por la ciudad de Cádiz.

La segunda ciudad en llevar a sus calles el alumbrado eléctrico tampoco fue ciudad de relumbrón. Nuevamente una pequeña villa con un benefactor indiano, gano la partida a las grandes ciudades ricas e industriosas. Esta vez fue en el centro de la Península, en un pueblo que de no ser por este detalle y por la pujanza económica que había alcanzado en el momento de la inauguración de su alumbrado, nadie se acordaría de él.

Se trata de Villalgordo del Júcar, un municipio de la provincia de Albacete casi rayano con la de Cuenca en la que a mediados del siglo XIX (1842), llegó Santiago Gosálvez, un alicantino, natural de Alcoy que había hecho fortuna y regresaba con la cabeza llena de proyectos y los bolsillos llenos de duros.

Pronto instaló en aquella ciudad una fábrica de harinas, aprovechando la enorme cosecha de trigo que aquella zona produce y luego otra fábrica de hilados.

Pero el más importante desarrollo tecnológico que sufrió la población y los municipios colindantes, fue la creación de la segunda fábrica de España productora de papel continuo, lo que de inmediato dio enorme realce al pueblo.

Hay que pensar que en aquella época se produce el despegue de la prensa y cada ciudad que se precie, comienza a lanzar sus periódicos con un sistema de prensas para las que el papel continuo era imprescindible, como lo sigue siendo hoy.

Algunos años después, cuando comenzaba el siglo XX, un hijo del benefactor, llamado Enrique mandó construir el Palacio de Gosálvez, actualmente en estado ruinoso que se pretende reconstruir y que tenía el aspecto que se refleja en la fotografía y que da perfecta idea del esplendor que pudo alcanzar la familia y el lugar.

Poco después de que Comillas encendiese su alumbrado, Villalgordo del Júcar hacía lo propio y así, dos municipios humildes, sacados del anonimato por sus benefactores, se adelantaron a las industrializadas ciudades de Barcelona, que en 1875 había instalado la primera central eléctrica comercial que suministraba energía a talleres y particulares, Bilbao, Valencia, e incluso, la capital del reino, Madrid, que construyó la primera central eléctrica en 1881, cuando Comillas ya tenía alumbradas sus calles.

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