El otro. Uno lo mira desde la valla y se pregunta si en su lugar haría lo mismo. El miedo a Ulises, el del siglo XXI, el que no regresará nunca a Ítaca, sino que, en su delirio final, la ha abandonado. Miles de sombras llegando a Canarias en una procesión interminable de cayucos. Cientos de ellos saltando las alambradas de Ceuta o Melilla. Muchos más entrando escondidos en coches o camiones, o en vuelos regulares tamizados de turistas que, más que conocer unos días su país de acogida, vienen a jugársela como tahúres a los que sólo les espera, en un utópico retorno, la pistola humeante de la ruleta rusa sobre la mesa. Ellos son los esperados, pero aquí nadie los espera, aunque los necesiten. Con su sola presencia provocan el odio de la gente bien, la misma que habla de meritocracia pese a haber saltado obstáculos toda su vida a lomos de un apellido ilustre que, tal vez, les ahorró muchos quebraderos de cabeza. El otro, el espalda mojada, el inmigrante, el migrante, objeto de mafias sin escrúpulos y protagonistas de un limbo jurídico del que dependen sus existencias. La barca tocando tierra, una cruz roja como único faro. Centros de internamiento, botellas de agua y manta. Muchos acabarán en los países del norte de Europa, países en las que el sueño de prosperidad de los subsaharianos y magrebíes es más mullido. Allí se grita menos que aquí, aunque hay gente sin alma que ven en ellos potenciales soldados al servicio de la yihad o vaya usted a saber qué paranoias. Algunos salen a flote, reúnen a sus familias y se sostienen en este teatro de la incertidumbre que supone respirar todos los días. Se integran, compran la misma ropa que nosotros, comen lo que aquí se despacha y ven la misma telebasura. Y sonríen, ajenos a la locura que su propia presencia levanta en los iluminados patrios que abjuran del propio pasado de su gente, si es que su gente fue la que encaló las casas del viejo continente cuando aquí ya no se podía respirar. Señalamos al otro y lo vinculamos a patologías sociales como el maltrato u otras formas de criminalidad. Nos sentimos seguros en esta enorme mansión de papel que es hoy el Estado de Derecho. Como si nunca fuera a pasarnos nada. Como si alguien nos hubiera garantizado una vida tranquila entre sábanas de lino, aunque todos llevemos dentro una barca que boga en busca de un puerto seguro. Todos somos Ulises en busca de Ítaca, pero sólo algunos consiguen llegar a ella.
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