Seguramente existan en nuestra época pocas tareas tan arduas como la de abstraerse de la omnipresencia de lo yanqui y de su influencia todopoderosa. Tanto es así que no sólo el antiguo edificio de Almacenes Antón (Luis Berges, 1930) ha sido colonizado estas semanas por la empresa paradigma de la comida rápida (lo cual es una buena noticia para el centro), sino que a Pedro Sánchez se le ha ocurrido imitar a Donald Trump y levantar un muro contra los que no piensan como él (lo cual es una mala noticia para la centralidad).
Literalmente, nuestro primer ministro ha asegurado que su gobierno será el único capaz de erigir “un muro de democracia y tolerancia”, una paradoja o aporía que supera cualquier ingenio anterior del susodicho; y también ha aseverado que pondrá coto a la “derecha reaccionaria”, de la que no deben de formar parte los rojeras de Junts o del PNV. La idea de construir murallas metafóricas rechaza frontalmente el diálogo, dinamita la opción de tender puentes de entendimiento, deja al descubierto el antiliberalismo de quien la formula. Y muestra, de manera ignominiosa, una clara intención de gobernar de espaldas a la mitad del país.
Los españoles siempre hemos tenido nuestros más y nuestros menos entre nosotros —cosas de hermanos—, y Antonio Machado escribió que las castellanas tierras del Duero, sinécdoque de España, “son tierras para el águila, un trozo de planeta / por donde cruza errante la sombra de Caín”, unos cien años después de que Goya pintara su Duelo a garrotazos en la Quinta del Sordo: pintura mural, evidentemente. Pero la sociedad civil, la gente normal, la de la intrahistoria de Unamuno, ha sabido encontrar cauces de convivencia para ir sobreviviendo, a pesar de políticos irresponsables que han acabado liderando, en los capítulos más lóbregos de la historia de España, las facciones de los hunos y los hotros.
En los años 30 (cuando se levantó el edificio de McDonald´s) la mayoría de la población española pertenecía a esa tercera vía agrisada y tranquila, alejada de fanatismos, que la guerra civil y sus precuelas hicieron saltar por los aires. Faltó cultura general y cultura democrática, y sobraron el hambre y el odio destilado desde arriba. Los liberales fueron acusados de tibios por ambos bandos, incluso de ser como mulas (un híbrido escasamente útil), en expresión de Agustín de Foxá. La centralidad, esa manera de gobernar con la mano tendida, fue desplazada por líderes entregados a las modas autocráticas y totalitarias emergentes.
En realidad, la delgada línea roja que delimita las posiciones ideológicas y las mentalidades aparece a veces demasiado desleída, porque éstas se retroalimentan, intercambiando éticas y estéticas previamente criticadas. Cualquier distinción tajante no deja de ser artificiosa, ya que abunda la promiscuidad: por ejemplo, parte de la derecha se ha aficionado a suministrar jarabe democrático, hay mujeres de Podemos con atuendo monjil (o monjuno), algunos intelectuales progres parecen curas de clériman y muchos reaccionarios se visten de liberales, lo cual siempre suena bien. Ya se sabe, el proverbial mestizaje español.
Menos muros y más puentes.
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