En la lejanía de mi corretear, ahora que lo hago con parsimonia y a pasos más lentos, visualizo con detenimiento lugares que fueron creando parte del barbateñismo que siempre manifiesto. Muchos de ellos, a pesar de haber sido reconstruidos o renovados, como el Hoyo la Tota, el Matadero, la Lonja del río, el Mercado viejo..., siguen intactos tal y como los recuerdo. Por desgracia, aquellos que no corrieron la misma suerte y fueron pasto de la irresponsabilidad y la ignorancia: Cine Atlántico, Cine Puerto, el Parque, la Fuente, el Faro..., aunque ya no están presentes, para los que los vimos y disfrutamos siguen latentes como parte de nuestras vivencias. Aunque no puedo negar la tristeza que me abruma viendo lo que miro, ni la amargura que experimento por la incompetencia que destruyó los recuerdos de mi adolescencia.
Igualmente me entristece el deterioro y ruindad de todos los edificios que en su día fueron protagonistas del futuro y desarrollo de nuestro pueblo; que como enmohecidos esqueletos de piedras, hierros, y auralitas, exhiben sus restos carcomidos a lo largo de toda la ribera de un río, no menos contaminado y olvidado, para sonrojo y vergüenza de los barbateños. Y digo los barbateños porque somos los que verdaderamente tenemos la culpa de muchas de las cosas que nos vienen ocurriendo. No siempre son culpables los que mandan y dirigen. A veces la mala conducta y despreocupación de muchos, hace que las cosas adquieran costumbres anómalas que al final terminan afectándonos a todos. Principalmente a nuestra historia, la que en menos de treinta años casi la hemos borrado.
Recuerdo que las calles eran de piedra y arena –muchas sin aceras–, y nuestras madres y abuelas se encargaban de limpiar y barrer, encalaban las fachadas, aunque algunas de ellas fueran de madera; sacaban la basura para depositarla en los camiones o carros de recogidas, y, dentro de las imposibilidades, intentaban por todo los medios que la limpieza y pulcritud brillara en tan angostas calles, mimándolas y adecentándolas como si fueran una prolongación de sus casas. No en vano, en verano la utilizaban para tomar el fresquito en aquellos apacibles atardeceres. Sin embargo, ahora que las calles están asfaltadas y aceradas –habría que arreglar las aceras que presenten peligro para los viandantes–, las barren funcionarios municipales y están provistas de contenedores para depositar la basura. Cada esquina se convierte en mini vertederos al servicio de indolentes vecinos que, además de basura doméstica, amontonan muebles, cristales y todo tipo de electrodomésticos a cualquier hora. Con ello no exculpo a los que tienen el deber de velar por la limpieza y salubridad, que podrían crear días y horarios correspondientes para la colocación y retirada de estos materiales; así como limpiar o retiras los contenedores rotos y malolientes.
No sería descabellado multar a esos que se la dan de ‘limpios’, tirando sus bolsitas antes de ir al trabajo, con la misma impunidad de los que antiguamente sacaban los ‘cubitos’ para tirar en el río. Por lo visto, todavía hay quienes conservan mentalmente marcas debajo de los muslos, de cuando realizaban en aquellos cubos de cinc estas prácticas de depuración biológicas.
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