CC, que era como le conocían los más íntimos, era el responsable político de la Cultura de su ciudad, una villa marítima con más de ciento veinte mil habitantes, en la que la gente se quejaba de que no había oferta que llevarse a la boca y la poca existente era gracias al esfuerzo de la iniciativa privada.
Ojo al parche, porque nuestro personaje, tras muchas noches en blanco dándole al magín, puso su imaginación, su ingenio y su creatividad en marcha, y allá va eso, como en las grandes ciudades europeas, institucionalizó las noches blancas, utilizando a todos los artistas de todos los géneros que eran naturales o habitaban en aquella singular zona.
Más allá de algunas estupideces y tonterías, que de todo ha de haber en la viña del Señor, el acontecimiento resulto un éxito, y Cipotón se encontraba eufórico, entre tantos aplausos y vítores, porque había constatado que más que predicar el cambio había que ponerse en marcha y no dejarnos atrapar por pensamientos negativos.
Estaba Cornelio hasta las narices de ver cómo a algunos políticos compañeros suyos, tanto en invierno como en verano, se les iba el verbo en peroratas y retóricas inútiles, y a otras la mano gastando el dinero ajeno o colocándola para recoger el óvolo corrupto.
Él siempre había defendido los valores, la capacidad y la honradez, frente a las memeces, los errores, las mentiras y los trapicheos, y que la vida no era ningún regalo, ya que no existía el triunfo sin esfuerzo, por lo que no se podía conformar a ser convidado de piedra en la toma de decisiones.
También había aprendido, a no ser como indicaba su apellido, Cipotón, sino despierto, disponible, sencillo y cordial, abierto y dispuesto, ya que la experiencia le había enseñado que situarse lejos de la realidad y perder la perspectiva de las cosas, te convierte en el mejor de los casos en el segundo, que casi siempre es el primero de los perdedores y aspirante a conspirador.
Cornelio Cipotón era en ocasiones algo ingenuo para lo que se traía entre manos, y por todos los medios procuraba mantener las ilusiones intactas, y cuando predicaba sobre el efecto liberador de la cultura, le parecía como si tocara el cielo con las manos o como si estuviera en la gloria.
Y es que en ocasiones hay políticos que, por distintas causas y razones, parece como si vivieran en otro mundo. Unos porque se resisten a renunciar a la utopía y a admitir que el techo de la realidad ha de poner límites a la posibilidad de construir un mundo mejor.
Otros, porque hacen oídos sordos a las demandas de la ciudadanía, y sólo les preocupan los beneficios personales que ellos mismos pueden obtener de cada una de sus actuaciones y de según con quiénes estén en cada ocasión.
El sectarismo político se hace sitio donde no hay convicciones ni creencias, en donde sólo hay lugar para las voluntades compradas y la gente que obedezca consignas, en los que falta la dignidad y sobra la poca vergüenza, pero donde más temprano que tarde no superan el test del contacto diario con la ciudadanía.
Son como la cara y la cruz del te compro o te mato, de la honradez y la corrupción, del mirar hacia dentro o hacia fuera, de la mezquindad y la ruina, del prestigio y la credibilidad, o la vergüenza y la decencia. No nos conformemos, ya que como diría Víctor Hugo, “con la realidad se vive, con el ideal se existe”.
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