Historia de una chapuza que acabó en desesperanza

A los once años, Luciano Guerrero, sufrió un grave accidente que le hizo perder la visión de un ojo. Le estalló una pila de petaca mientras hacía un trabajo manual para la escuela. Nadie, hasta hace unos meses, le había declarado discapacitado

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  • Luciano Guerrero Sánchez tiene 39 años y cuenta su experiencia vital con gran tristeza. -
Hay fechas en la vida que no se olvidan, para lo bueno y para lo malo. A Luciano Guerrero Sánchez, que ahora tiene 39 años, seguro que no se le ha olvidado el 1 de febrero de 1984.
Su colegio, Vicenta Tarín, le había encargado un trabajo manual consistente en la construcción de un tablero de madera con un circuito eléctrico alimentado por una pila de petaca de la marca Tudor. Cuando el entonces niño de once años manipuló el sistema, le estalló la pila -posiblemente por un fallo de fabricación- dejándole sin un ojo y con graves heridas en una mano, en el vientre y otras partes del cuerpo, amén de las secuelas que ha ido arrastrando durante 26 años, entre ellas una epilepsia postraumática.
En primer lugar fue evacuado al centro de salud de Arcos, donde no existe al parecer informe alguno de los hechos, para ser trasladado después al hospital de Jerez donde estuvieron a punto de estirparle un ojo. Conducido al hospital Puerta del Mar, llamado Zamacola entonces, los médicos consiguieron que no perdiera el ojo, no así la visión, pues le fue rellenado con masa ocular. Un proceso de varias intervenciones que, por desgracia, nunca le devolvió la visión. Ahora, al borde de los 40 años, empieza a tener problemas derivados de aquellas operaciones, e incluso los médicos se plantean la extracción para no perjudicarle el ojo sano que le queda.
En el lado académico, la tragedia le impidió terminar el curso con normalidad. En realidad, y sumido en una depresión, abandonó los estudios, aunque le dieron “por la cara” el título de Graduado Escolar. Con gran tristeza todavía recuerda cómo ningún profesor de su colegio se dignó a visitarle durante su convalecencia, excepto la entonces jefa de estudios, la profesora Mari Carrera, y su marido, Antonio Martínez. Según asegura, el director del centro retiró personalmente las pruebas del accidente de su hogar, y en el informe de criminología emitido por la Guardia Civil se reflejaba que no estalló ninguna pila, por lo que no cabe más que preguntarse qué causó las graves heridas a Luciano Guerrero.
Por la parte económica, nunca llegó a cobrar algún tipo de ayudas, tan sólo recibió 3.000 pesetas que donó a su familia el empresario arcense Manolo Carrera, lo cual sigue agradeciendo 26 años después. Su padre apenas podía estar con él por su trabajo en el campo, en un momento en el que necesitaba todo el apoyo, cariño y comprensión del mundo. Ni su colegio, ni la empresa que fabricaba las pilas y ni la administración educativa de la época quisieron saber nada de lo ocurrido, como si el estallido de una pila fuera un hecho corriente y asumible. Con el paso de los años, las huellas del accidente se borraron: la Guardia Civil perdió literalmente el informe que emitió en primer lugar, el incendio del hospital gaditano calcinó el único informe médico de aquellos años...; es decir, una serie de adversidades que acabaron por hacerle la vida, sin duda, más difícil que a cualquier persona.
En cierta ocasión visitó al psicólogo del tribunal para explicarle que quería trabajar y no lo dejaban en muchos sitios por su discapacidad, habiendo recibido por respuesta que trabajara como “modelo”. Más ironía, por no escribir otra cosa, no pudo haber...
Luciano rehizo su vida como mejor pudo, incluso contrajo matrimonio y hoy día es padre de dos hijos. No obstante, ha sufrido en numerosas ocasiones el despido cruel por su incapacidad para realizar determinadas tareas, mientras que la administración tampoco lo consideraba discapacitado. Tal es así, que nunca llegó a cobrar alguna ayuda oficial, salvo, ahora, la famosa de los 420 euros de Zapatero.
Más de dos décadas después del fatídico accidente que tuvo lugar en su propio domicilio, no cabe más que preguntarse cómo una persona con esos daños no ha sido considerada como discapacitada hasta el 22 de marzo pasado. Han sido 26 largos años de desfile ante los tribunales sanitarios buscando una inhabilitación para trabajar que nunca consiguió, por lo que en su vida se ha visto obligado a desempeñar todo tipo de trabajos que su discapacidad le permitiera, que no son muchos. Ahora sólo encuentra refugio y comprensión en la Asociación de Discapacitados de Arcos Disarcos, en su familia, algunos amigos y pocos políticos, entre los que insiste en nombrar al ex delegado Antonio Ruiz y la actual delegada del barrio de María Auxiliadora, Francisca Morales.
Su esfuerzo todo este tiempo por conseguir un reconocimiento de su situación de discapacidad o un empleo digno no ha cesado. Ha escrito cartas a todas las administraciones, ha llamado a todas las puertas. Pero la respuesta siempre ha sido de desatención y desentendimiento de su problema. Nadie tenía la culpa de que no pudiera estudiar, de que no pudiera presentarse a unas oposiciones a cuerpos de seguridad como a él le gustaba, de que no pudiera tener una vida normal y digna. Nadie tenía la culpa... Siempre le pedían un informe de minusvalía que no tenía, por lo que ahora que cuenta por fin con el dichoso papel se pregunta qué será de su futuro, ¿se acordará alguien de él?, ¿podrá trabajar como cualquier persona?...
A pesar de todo, de las malas rachas que sufre y de los recuerdos imborrables, lucha por vivir con la mayor dignidad posible, buscando un reconocimiento social que nunca gozó en su juventud.
Su caso es, por tanto, no excepcional, sino la historia de una chapuza administrativa que acabó en desesperanza. Pero, ya se sabe, si hay algo que no se puede perder en la vida es la esperanza por un futuro mejor.

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