El imperio de la luz, aunque como telón de fondo, es un homenaje a los grandes cines de nuestra infancia; en la mayoría de los casos, hoy desaparecidos. El Empire, que así se llama el cine en el que transcurre la mayor parte de esta película, es un personaje más, con entidad y significación propia, tanto para la historia como para sus protagonistas, inmersos en ese universo de taquilleros y acomodadores de uniforme, suelos de moqueta, grandes lámparas, su puesto de palomitas y chocolatinas, la sala de proyección, las cortinas sobre la pantalla grande y las escaleras que siempre llevaban a otras estancias del edificio, que aquí ocultan la progresiva decadencia de un negocio venido a menos, precisamente en el momento previo al boom de la comercialización de los primeros reproductores de vídeo. El realizador
Sam Mendes, apoyado en la meticulosa fotografía de
Roger Deakins, lo retrata a la perfección, atento al detalle y a la memoria del público.
A partir de ese escenario, desarrolla un argumento intimista y dramático centrado en una de las encargadas del cine, Hillary, una mujer de mediana edad, soltera, distante, con algún problema de salud mental y sometida al capricho de su jefe -un breve y siempre sensacional
Colin Firth, incluso para construir a un tipo tan baboso y desagradable como al que encarna en esta ocasión-. Todo eso cambiará cuando comienza a entablar amistad con un nuevo y joven empleado del cine -sorprendente y prometedor
Micheal Ward- con el que intimará y encontrará la estabilidad emocional de la que carecía su vida hasta entonces.
Mendes lo cuenta todo muy bien, envolviendo sus imágenes con la luz precisa -también radiante- y la música de
Trent Reznor y Atticus Ross -habituales en el cine de
David Fincher-, y abordando enfoques que van desde el aislamiento social a la denuncia del racismo y la intolerancia. Y sin embargo hay algo que no encaja. En una película de tan potente significación cinematográfica, tan cuidada en su aspecto visual y con un reparto estupendo, se echa en falta una mayor dosis de emoción que termine por estrechar el vínculo con el espectador. Una emoción que queda reducida a la extraordinaria labor interpretativa de una actriz sublime,
Olivia Colman, capaz de dotar de naturalidad a cada pequeño matiz de su gesto para que comprendamos que pasa en su interior.