Tan pronto como salió a la calle sintió el contacto del frío sobre su rostro. Como siempre cuando hace frío. Como siempre que salía a la calle.
Sólo que aquella vez fue como si quemara. Igual que si le hubieran tirado desde un coche un ramo de rosas rojas. Volando hacia su cara sin piedad. Tiñéndole de su color. Tatuándole sin anestesia. Porque las rosas son algo más que una cara bonita.
Yo no quería contar historias inventadas, ¡tánto tenía yo qué contar! No sé por qué juramos guardar un secreto. No sé por qué en la vida los mejores momentos ocurren entre paréntesis. O escritos a lápiz en la parte de atrás del folio en blanco. Nadie me creería si lo contaba. Era imposible. ¿Imposible? Amores furtivos con carita de no haber roto nunca un plato. Absueltos de todo pecado original. Meras copias de besos robados a la noche. Sí, yo estuve allí. Yo estuve allí y lo vi. Lo vi cuando sus pensamientos se confundían con el tacto. Y recreaba imágenes de pétalos de flores que se abrían entre sus muslos. Lo vi cuando bebía el agua de su boca a tragos suaves y sabrosos. El agua que hacía arder la leña seca. Lo vi cuando cerró los ojos y una suave mueca de placer le sonrió los labios secos. Como la leña que hacía chispas a su alrededor. Quemándose entera. Lo vi. Yo estuve allí y lo vi. Sí, yo estuve allí.
Yo no quería inventarme aquella historia. Yo no quería guardarme aquella historia. No sé por qué juramos guardarlo en secreto. No era imposible. El folio se había escrito por delante. Y por detrás. Nadie me creería si lo contaba. Un amor furtivo con carita de no haber roto nunca un plato.
Y es que aquella noche hacía frío. No hay nada mejor que un buen cuerpo en donde cobijarse. Para dar cobijo. Pero al salir a la calle, sobre un charco flotaban rosas rojas despedazadas. En su rostro la manzana empezó a ruborizarse. Y es que aquella noche, a pesar de la lluvia, hacía frío.