Siempre he asociado el inicio de la
Cuaresma con una especie de sentimiento liberador, a la par que reconciliador con el pasado o, más aún, con la propia infancia, y siempre con el horizonte de la
Semana Santa como consumación de toda esa ebullición emocional. Lo vuelve a ser ahora, en el presente, de forma renovada, porque fue precisamente en el inicio de este mismo tiempo cuando descubrimos el horror de la
pandemia.
La amenaza empezaba a hacerse patente entonces y la gente comenzó a ir a los besamanos con miedo, incluso se desaconsejó su celebración como tal, reducida a una mera exposición de las imágenes al culto. Algunos ni llegaron a celebrarse. Había comenzado el
confinamiento.
Va a hacer ahora tres años exactos, aunque nos parezcan muchos más.
Esta Cuaresma es, en ese sentido, más liberadora que ninguna otra. La gente hace colas en los templos, asiste en masa a los cultos y, aunque todavía hay presentes algunas mascarillas, prevalece, definitivamente, la normalidad. Hay cosas, no obstante, que han cambiado, o que se han precipitado y acelerado como consecuencia de nuestra convivencia con el virus.
Los devotos acuden movidos por la fe de siempre, pero ahora lo hacen con un móvil en la mano y hay quien puede llegar a confundir los altares con un photocall. De hecho, hay ocasiones en que se llega a confundir.
Lo observo entre contrariado y atónito, como si en vez de superar la pandemia acabara de realizar un viaje al futuro o hubiese pasado varios años en coma, y empezara a tomar conciencia de los cambios sociales experimentados en mi ausencia. Quien no aprovecha mientras hace cola para hacerle fotos al Señor o a la Virgen, aguarda el momento en que está ante la imagen para encuadrar un primer plano, pero también hay quien decide girarse, ceder su móvil y pedir a alguien que le fotografíe mientras posa junto a su Cristo o su Dolorosa, como si se tratase de un gesto devocional e íntimo, salvo que al margen de toda privacidad.
En Cádiz, el Obispado se ha visto obligado a salir al paso de las críticas propagadas a través de las redes sociales -
antiguamente se luchaba contra las blasfemias y ahora debe hacerlo contra las “fake news”- porque en algún templo se había “prohibido” hacer fotos. Y no, no está prohibido, pero se recuerda que, al menos, se debe pedir permiso, ser respetuoso, tener presente el suelo que se pisa, la disposición del altar, el lugar sagrado..., cuestiones básicas de educación elemental que -vaya por dios- parecen enfrentadas con los códigos de conducta que se exige a los usuarios de
Instagram o Facebook.
Hemos cambiado la estampita en la cartera por el álbum de fotos del celular, aunque sea más difícil encontrarla, y no dudo de la mejor intención de quien aprovecha la ocasión para conservar en su teléfono el rostro al que dedica sus oraciones más íntimas, ya sean desesperadas o de agradecimiento, pero como le escuché hace muchos años a un segundo capataz del Prendimiento en atención a una señora que le pidió que retrasara un poco más la levantá del paso antes de recogerse en Santiago: “Puede venir a verlo cualquiera de los demás 364 días del año. Le va a estar ahí esperando”.
En la iglesia de San Miguel, en Jerez, en plena celebración de la imposición de cenizas, el párroco se vio obligado a interrumpir la ceremonia en un par de ocasiones para recriminar a quienes siguen aprovechando el momento de recogimiento para hacer fotos a las imágenes expuestas al culto, por una mera cuestión de falta de respeto, e hizo suyas unas recientes palabras del obispo de Huelva: “
Menos selfies y más avemarías y padrenuestros. Seguro que nos iría mucho mejor”.
En el fondo es una batalla perdida. Hemos sido colonizados por la tecnología al tiempo que nos desprendíamos de parte de nuestro pasado analógico, mientras toda una nueva generación permanece ajena a lo que eso llegó a significar y sin necesidad de desaprender lo que buena parte no ha tenido la menor intención u oportunidad siquiera de aprender.