El saber nunca es intruso. Es el enamorado que acude a la reja de la ventana, para ver y conocer la figura encantada que tras ella se ofrece. El libro es la ventana del saber. Muchos paseos hay que dar por sus páginas, si queremos que un día nos abra las puertas, dejando atrás la red de barras de hierros - los cursos de la carrera - que nos hacía imposible abrazar aquella fémina, llamada profesión. El amor a los libros igual que el amor de la pareja, hombre y mujer, exige esfuerzo, entrega y encanto y este último es condición sine qua non de todo aquel que quiera ser un buen cónyuge o un excelente profesional.
Hay calles sin rejas en sus ventanas y edificios sin balcones, porque la modernidad, el progreso y la mediocridad a la que ha descendido la belleza, han utilizado su espacio para poner la mesa que soporta el televisor. Hay libros que jamás consiguen que nadie abra su ventanal erudito que daría luz a la sabiduría que encierra y hay personas que, sin acercarse nunca a balcón o ventana, se consideran tenorios irresistibles, que dominan toda clase de sentimiento o ciencia. El intruso es un estado patológico que no busca vacuna, sino reinfectarse continuamente.
Hoy día es imposible querer acabar con este tipo de personas. La igualdad que los partidos políticos muy progresistas, venden y pregonan, ha dado lugar a la aparición, sobre todo en los medios de comunicación, a individuos capaces de debatir en todas las áreas del saber, con atrevimiento, insolencia, desprecio a los profesionales y dando a sus expresiones un énfasis que para sí quisiera el pontífice de Roma.
Nominalmente rozan o se introducen en el delito, pero a la audiencia que les sigue - la sociedad civil - en gran parte le da vértigo asomarse al balcón de la verdad y les ciega la luz que entra por los ventanales, prefiriendo la oscuridad que hace más patente y nítida la imagen que la pantalla emite y más audible los desenfrenados debates. El silencio, padre ejemplar de la reflexión, no encuentra espacio para expresarse.
Sin embargo, este tipo de personas han encontrado unos aliados inconmensurables en el narcisismo y la soberbia de aquellos que saben, sin llegar a ser sabios, porque entonces serían sencillos y trabajadores, como mitocondrias celulares. Repelen sus disertaciones que tienden a empequeñecer o humillar al auditorio, señalándolos como simples lectores de prensa u oidores de frases, que intentan alcanzar prestigio científico o artístico entrando en debate con la más osada ignorancia. Otros prefieren no llegar al diálogo, por temor a encontrarse con algún interrogante desconocido.
En la madurez, quizás algo avanzada, a las personas les atrae el concepto de intelectual. Se desea ser patriarca/matriarca de la cultura. Es el momento de la creación de instituciones: Ateneos, Academias, Foros, etc. Unas más que otras, tienen que corregir la tendencia a ser restringidas, porque en cientos o miles de habitantes, el porcentaje de gente válida, capaz de engrandecer el conocimiento de la sociedad, es mucho mayor que el pequeño número de participantes que forman estas entidades. Pero para evitar toda sombra de intrusismo es preciso que los constituyentes de estos grupos culturales sean personas a más de tituladas o diplomadas, de auténtico saber y no solo en su profesión, sino que deben no renunciar o cerrar el paso a ninguna de las esferas del conocimiento, porque no se trata de ocupar una butaca preferencial en el auditorio, ni de adornar con excelencias los apellidos, sino de atraer y entusiasmar con las exposiciones y debates a una sociedad heterogénea y a veces discrepante con el tono y las formas establecidas.
El alma de las entidades culturales es el público que asiste a los actos. El cuerpo los académicos, ateneístas etc. que las constituyen. El corazón las juntas organizadoras y el intrusismo lo exponen, quienes solo viven para salir en las fotos de prensa, ocupar una plaza en las cenas o presumir de ciencia, arte y escritura, sin que nadie los haya considerado poseedores de estos valores.
Todos deseamos la “golosina del saber”, pero hay quien quiere poseerla sin llevar ninguna moneda en el bolsillo.
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