La lectura tarde o temprano nos lleva a escribir. En realidad, no sabemos cuándo sentimos el empujón irrefrenable a anotar la idea donde fuera a ir hilándose una historia. Tampoco sabemos cuándo empezamos a contárnosla para contarla e ir ganando terreno al pudor. Es un patrón curioso y sencillo, trazado con la pluma sin saberlo. La mayoría no percibimos ese fogonazo, porque vivimos alumbrados por él, una chispa que se encendió mientras oíamos los cuentos entre las sábanas. Al recordarlo nos viene el olor cálido, seco y limpio del pijama, la voz arrullándonos mientras esparcía semillas entre el sueño y la lucha infantil, la nuestra, por no querernos dormir, lucha que continuó alimentando la chispa, enfrentando las horas de estudio y más tarde echándole un pulso al cansancio físico y al agotamiento mental. Porque la lectura siempre ha estado junto a nosotros, en el estante, en el bolso, sobre la mesa o en el sofá, dándonos equilibrio, aireándonos la mente, preñándola de ideas para ir conformando nuestro imaginario y nuestra propia voz al escribirlas.
No es tan largo el trecho entre la frase y el papel, sin embargo el que nos lleva a la pantalla es tan tortuoso y abrupto como tremendamente bello. Cuánta alegría sentimos al ver los renglones desfilando quietamente con nuestra ilusión a cuestas y para siempre. Y es que la literatura nos hechiza, porque con ella gozamos de la edad que sentimos. Por eso, la primera publicación y las siguientes son siempre jóvenes, porque la contienen y alimentan las palabras, haciéndola traslucir mientras piruetea por el texto. Este regalo nos lo hace Malu García Juárez al presentarnos su ópera prima con la energía y el nerviosismo del estreno. Vicios del consentimiento es el título de un trabajo riguroso y preciso, un ramo de relatos con el olor inconfundible que esparce la prosa pulverizada con lirismo, que penetra con la agilidad sutil e impresionante de la economía verbal, la que agujerea esa pared imaginaria edificada por Andrés Neuman, la que deja ver parte de una escena bajo una atmósfera invitando a imaginar. La autora nos descubre cómo un vestido tiene arrugas invisibles retorcidas de dolor, cómo se puede respirar ternura en un castillo con dos mujeres y un dragón o cómo el amor puede condensarse en gotas sobre una espalda. El lenguaje sencillo imprime agilidad al tono, que se desliza por las descripciones esbozadas en tiempos y espacios muy resumidos, sugiriendo en vez de contando, hasta llegar a un final cerrado e inesperado. Unos relatos emocionantes, cuya lectura invita a la reflexión y a agradecer el momento íntimo con ellos, entre los brazos del sillón.
Enhorabuena, Malu.
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