Es evidente que vivimos un tiempo de nacionalismos, de repliegues identitarios y, simétricamente, de rechazos al “otro”, adopte la forma de catalán, español, europeo o inmigrante. La presidencia de Donald Trump y su ‘Make America great again”, el Brexit, el ‘procés’ o el peligroso rearme del nacionalismo español puesto hasta arriba de testosterona comparten, a mi entender, un peligroso rasgo que los asemeja.
Tras estas situaciones de exaltación de lo “propio”, construido de una forma u otra sobre el rechazo a lo declarado “ajeno”, se esconde un gran miedo y una gran incertidumbre ante unos cambios globales que, en gran medida, no pueden ser revertidos, y la bandera ofrece una respuesta brutalmente sencilla, casi mágica, a estos callejones sin aparente salida. Me refiero a la pérdida de identidad fruto de la globalización, las migraciones, la creciente diversidad cultural, el crecimiento de la desigualdad y, más aún, de la percepción de diversos sectores sociales de estar perdiendo derechos/privilegios que tenían en las últimas décadas. Sienten que han dejado de ser los dueños de las sociedades en las que viven y tienen que compartirlas con otros: mujeres, homosexuales, inmigrantes,...
Ciertamente, algunos de esos miedos son reales en un mundo cambiante. Algunos sectores sociales ganan derechos, otros los deben compartir o pierden oportunidades y, al tiempo, se debilitan enormemente las certezas del pasado. Otros son meros espejismos fruto de la rabia, de la impotencia ante la pérdida del poder o el privilegio, así fuera solo dentro de la familia o el hogar, como sucede con la venenosa rabia que destilan contra el feminismo, que visto a través de sus lentes deformadas es tan peligroso como las ideologías más negras del siglo XX.
Pero considero que lo más peligroso de este ‘revival’ del nacionalismo y el chovinismo que sufrimos consiste en que nos distrae y nos impide ver y afrontar con la necesaria urgencia y decisión el principal problema que sufre la humanidad hoy, el que más capacidad de generar sufrimiento tiene. Me refiero al deterioro ambiental, que abarca desde el cambio climático a la extinción masiva de especies; desde la contaminación ambiental al agotamiento de recursos naturales no renovables. La existencia, efectos e inmediatez de estas amenazas sobre la humanidad no están ya en debate por parte de la ciencia, pese a lo cual, quienes agitan las banderas siguen negándolas o, casi más grave, queriendo que la factura la paguen solamente “otros”. De ahí el auge del racismo, el rechazo a los refugiados que huyen de guerras, hambrunas, etc.
Sin embargo, lo más preocupante no es el auge del racismo, el machismo y el repliegue identitario. Visto con un poco de perspectiva, no es nada nuevo en la historia humana y esta oscuridad también pasará. Lo más preocupante es la falta de tiempo. Estamos al borde de una amenaza que no se puede dejar para más tarde. Ni la justicia social, ni la independencia o la unidad de ninguna nación, ni ninguna otra cuestión es más urgente, porque la lucha contra el deterioro ambiental tiene un plazo extremadamente escaso. Si no conseguimos hacer los cambios necesarios dentro de ese plazo (ya, 10, 20 años), las consecuencias pueden durar milenios y traerán mucho más sufrimiento que cualquier otro problema actual de la humanidad.
Durante la Guerra Fría un grupo de científicos creo el reloj del Fin del Mundo, una representación simbólica del riesgo de desastre total para la humanidad. En 2019 volvió a situarse a dos minutos de la medianoche, que marca el Armaggedon, una marca que no alcanzaba desde los peores momentos de la carrera nuclear entre EEUU y la URSS. En 2019, estos riesgos se concretan especialmente en el cambio climático, pero en lugar de unos mandatarios conscientes de la urgencia e importancia que vivimos, nos encontramos con Trump, que hace bromas sobre la inexistencia del calentamiento global por Twitter.
En general, gran parte de la población mundial carece de la sensación de catástrofe inminente, porque ésta es una nueva categoría completa de catástrofe, de alcance planetario. Esa pasividad, como las ranas que no escapan del agua cada día más caliente, es nuestro principal peligro.
Por ello es tan esperanzador ser conscientes de los esfuerzos y avances, insuficientes aún, que vemos por doquier. Desde las iniciativas políticas que quieren construir una mayor justicia social sobre “la lucha contra” la degradación ambiental, en lugar de “a costa” de seguir deteriorando nuestro planeta, a la creciente concienciación y movilización de la juventud mundial, con manifestaciones de decenas de miles de estudiantes en Bélgica, Suecia o Alemania.
El movimiento que debe salvar al planeta de la humanidad está en marcha: una ola verde que dejará las banderas a un lado para afrontar el más grande problema de nuestro tiempo.
Ramón Fernández Barba
Historiador y miembro de EQUO