Cabe recordar que su corpus lírico estuvo integrado por cuatro poemarios más: “Don de la ebriedad” -con el que consiguiera el Adonais en 1953-, Conjuros (1958), El vuelo de la celebración (1976), y Casi una leyenda, (1991). -Mientras pergeñaba su última creación Aventura , la muerte le sorprendió, implacable y los once textos que ya tenía apuntalados, se publicaron de manera facsimilar en 2005-.
Pocas veces, un autor de obra tan ajustada, ha tenido tan común reconocimiento: Premio Nacional de Literatura, de la Crítica, Príncipe de Asturias, Reina Sofía…Ahora, se tiene la oportunidad de volver a profundizar en el atlas más personal del poeta ausente, a través de la sugeridora alianza de sus versos y la gozosa condena que destila el acento inconfundible de sus textos.
“Me gusta verme como una especie de bardo que forcejea con las palabras”, confesó Claudio Rodríguez en una ocasión. Y de esa batalla con el lenguaje, de esa pugna con el alfabeto de sus días, salieron poemas memorables, muchos de los cuales pueden volver a disfrutarse en esta entrega.
En su prólogo, Luis García Jambrina señala que en este volumen el poeta “constata la habitual separación o desajuste entre los sentidos y las cosas, entre la verdadera realidad y el mundo de las apariencias”. De tal dicotomía, nace un verso sorpresivo, vigoroso, pleno de musicalidad, que se detiene en todo lo más sencillo que nos rodea y nos alienta -la nieve, el mar, el invierno, el girasol...-, pero que también se ocupa de cuanto de pérdida y de celebración nos otorga la vida.
Dividido en cuatro “Libros”, Claudio Rodríguez avanza -en cada uno de ellos- con paso y pulso firmes por los pasillos y los recodos más interiores del alma y apuesta por un agudo racionalismo que resalta los aspectos naturales del ser humano, su verdadero destino: “…Ya no sé qué es lo que muere/ qué lo que resucita. Pero miro,/ cojo fervor, y la mirada se hace/ beso, ya no sé si de amor o traicionero”.
Intuitivo, visionario, artesano del verbo, sabía depurar su cántico hasta el exacto límite donde el lector pudiera cobijarse, pudiera anudar su cómplice desamparo, su irremediable ausencia: “…Queda/ tú con las cosas nuestras, tú, que puedes/ que yo me iré donde la noche quiera”.
La infancia, el amor, la desdicha, el paraíso, los paisajes comunes, el ayer doliente, el complejo futuro…, abrigan y desnudan este poemario de la sensible y cotidiana realidad.
Hay poemas en los que detenerse y recrearse: ”Por tierra de lobos”, “Ciudad de meseta”, “Ajeno”, “Una luz”…, y en los que descubrir la vigencia de un inmenso poeta, de una voz eterna. Y solidaria: “Y aun a pesar nuestro, vuelve, vuelve,/este destino de niñez que estalla/por todas partes”.
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