Lo más probable es que sea la primera vez que lean su nombre, Yakima Canutt, pero seguro que le han visto infinidad de veces en muchas películas de John Ford, sobre todo del oeste, sin saber que se trataba de él, porque era el indio que solía caerse del caballo tras un disparo o el que saltaba desde una diligencia en marcha antes de que volcara. Suyo fue también el diseño de la famosa carrera de cuádrigas de Ben Hur, y él mismo se encargó de entrenar a Charlton Heston y Stephen Boyd para que no perdieran el equilibrio en cada giro. Se llamaba Enos Edward Canutt, aunque un periodista que cubría un rodeo en 1914 se equivocó al anotar a los ganadores de la prueba y lo rebautizó con nombre de río, Yakima. Cuando al cine no le daba con rudimentarios efectos especiales para hacer creíble una secuencia, él se encargaba de hacerlo posible, aunque fuera a costa de arriesgar su vida y poner a salvo la de John Wayne, a quien solía doblar. Todo era auténtico, incluidas sus lesiones en los tobillos, los hombros y la cadera, lo que no le impidió vivir 91 años y mantenerse en activo hasta casi los 80.
En esa autenticidad había riesgo, pero también genio, talento, determinación, y la podemos encontrar igualmente en la grabación de un antiguo cante por soleá de Manuel Agujetas, en los textos de Chaves Nogales, en la famosa foto del beso de Robert Doisneau o en un chiste de Chiquito de la Calzada. Y pervive igualmente en otros muchos creadores contemporáneos que, al reto de enfrentarse a su propia página o lienzo en blanco, han de hacerlo al de la artificiosidad imperante que, seguramente (o no), terminará por derrumbar sus aspiraciones, como hemos visto con bandas de rock, escritores, periodistas, políticos y hasta nuestro vecino o vecina del sexto, arrastrados por el infame tsunami del like y la insoportable autoexposición que implica adosar un gadgetoteléfono móvil al cuerpo, como si la autenticidad fuera de eso, de ofrecer tu vida en directo, como una ventana abierta, imprescindible, ejemplarizante y testificadora de una verdad que no deja de ser sospechosa, puesto que siempre aparece expuesta desde un único punto de vista.
Esta semana, por circunstancias que no vienen al caso, me encontraba en una sala de urgencias cuando los familiares de un paciente empezaron a compartir entre ellos su descontento e impaciencia con la asistencia sanitaria. Finalmente, uno de ellos sacó su móvil del bolsillo, activó la cámara de vídeo y anunció sus planes: “Voy a ir ahora mismo a ver otra vez al médico, con el móvil por delante, y lo voy a grabar todo, y que me diga lo de antes a ver si tiene cojones, porque lo voy a compartir para que todo el mundo lo vea y se va a enterar”. Si llegó a hacerlo o no, solo le faltó anunciarse con un: “Arriba las manos, esto es un móvil”. A fin de cuentas no deja de ser un arma intimidatoria, más que probatoria, y que ha terminado por retratarnos como sociedad, antes que retratar al del otro lado del objetivo. Lo han podido comprobar ante cualquier accidente o pelea multitudinaria: hay quien desenfunda antes el móvil para grabar la sangre y los puñetazos que para llamar al 061 o a la Policía.
Esta misma semana, en San Fernando, se ha publicado la desagradable y despreciable historia de un grupo de menores que se dedicó a grabar, móvil en mano, cómo daban bofetadas y patadas a una compañera de centro educativo a la que habían presuntamente acorralado para posteriormente compartir las imágenes en redes sociales para que se viralizasen. A este paso, tener un vídeo viral terminará por incluirse en los diccionarios como sinónimo de orgasmo, e incluso se podrá vincular su intensidad al número de visualizaciones. No cuesta imaginar a seudo responsables de portales digitales alcanzando el éxtasis eyaculatorio -abusando de esos mismos vídeos-, puesto que es de lo que suelen presumir en cuanto tienen ocasión, como si todo se redujera a eso, y vinieran de participar en un concurso para ver quién es el que la tiene más grande -la audiencia-, aunque lo único que podamos terminar midiendo es el tamaño de su falso ego, por mucho que se crean tan auténticos como Yakima Canutt.
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