Jaén

El lagarto y el pastorcillo

Los escritos más antiguos cuentan que fue un pastorcillo el que mató al conocido, siglos más tarde, como el "lagarto de la Magdalena". Esta es su historia:

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  • El lagarto -

Los escritos más antiguos cuentan que fue un pastorcillo el que mató al conocido, siglos más tarde, como el "lagarto de la Magdalena". Esta es su historia. Desde hace unos días se oyen ruidos en la cueva del cerro de la alcazaba, aquella por la que mana el agua. Las gentes tienen miedo. Algunos afirman que es un demonio que vive en la profundidad de la gruta, otros dicen que es una bestia infernal. Yo soy un joven pastorcillo que saco a mis ovejas cada mañana a los prados de mi ciudad, la bella Jaén, y, al regresar, llevo a abrevar a mis animales a ese raudal del que la gente ahora tiene miedo. La tarde está oscura, las nubes cubren el cielo. Tras reunir a mis ovejas después de beber el agua cristalina del raudal he visto que me falta una, la más chiquita. Creo que se metió en la cueva. Tendré que ir a por ella, pensé, pero el interior está oscuro. Sin embargo, al meter la cabeza en la estrecha y húmeda estancia no oí nada, solo surgía un olor rancio que me echó para atrás. Desconsolado volví a casa con las demás. Esa noche no dormí pensando en mi chiquita desaparecida.

¿Qué habrá en el interior de la oscura cavidad? Amanece un día más. Llovió durante la noche y los prados están mojados. Con un trozo de queso y un pan pasaré aquí el largo día acompañado por mis lanudas amigas. La tarde se acerca y deberé llevar a mis ovejas a que sacien su sed. Con pasos largos me acerco al lugar. Solo se oía el tintinear de los cascabeles colgados a sus cuellos y el gorgoteo del agua. De repente todas las ovejas se silenciaron. Unos ojos penetrantes se dejaron ver por la abertura de la cueva por donde el raudal rebosa. No me dio tiempo a reaccionar. Una criatura monstruosa sacó su cabeza y, en un rápido movimiento, atrapó la oveja más próxima y la introdujo en el interior de la oscura caverna. Por unos segundos quedé paralizado, pero los gruñidos de la criatura y el agónico balar de mi oveja me sacaron del trance. Apresuradamente saqué a las demás ovejas de aquel peligroso lugar poniéndolas a salvo. Aquella criatura, similar a un gigantesco lagarto, hacía peligrar no solo a mi rebaño, sino a mí y a otras gentes que aquí vienen a por agua. Haciendo memoria, otros pastores habían dicho que también les faltaban animales. Yo no podía tolerar esto. Si seguimos así puedo perder todo mi rebaño.

Decidido me levanté antes del alba para acabar con aquella demoníaca criatura. Le gustan las ovejas, pues yo le daré una que nunca olvidará. Una vieja piel de cordero que tengo cubriendo un pequeño baúl de madera me servirá. Salí más allá de los prados hasta el borde del camino donde las zarzas echan las mejores moras en busca de yesca, la hierba que arde. La lezna de mi padre y un fuerte cordel me servirán para coser la piel y llenarla con la yesca. Mientras mis ovejas pastaban preparé el cebo. La hora se acerca. Dejé a mi ganado a buen recaudo y, solo, nervioso, con las piernas temblorosas, me acerqué a la entrada de la guarida del lagarto. El fuerte olor seguía impregnando el lugar, pero la criatura no se dejaba ver. Tendré que hacer ruido para que salga el temido animal.

Tiré unas piedras que hallé por el lugar al interior de la cueva y comencé a agitar unos cascabeles, como si fueran mis ovejas, pero no surtió efecto. El infernal lagarto tiene que estar ahí, no se puede haber ido. He de entrar, tengo que hacer salir al ser que ataca a mis ovejas. Con medio cuerpo introducido en la cueva del manantial, de donde procede el agua que da vida a mi ciudad, a sus gentes y a sus animales, comencé a vocear, ¡lagartooo, lagartooo! Un pequeño soplo de aire comenzó a salir del interior. Pegado a mi cabeza sentí el nauseabundo aliento de la criatura. De un brinco, con el corazón en un puño, salí apresurado. La criatura asoma su cabeza y su penetrante mirada se fija en mí. Caído en el suelo el pánico no puede adueñarse de mí. La piel, la piel, coge la piel. Corriendo, saqué unas piedras de pedernal, que llevaba en el zurrón, y las chasqueé sobre la yesca que asomaba por un lado de la piel de cordero cosida. Han saltado unas chispas, pero la yesca no arde. El animal viene hacia mí, ha salido de la cueva y, viéndome tirado en el suelo, desea atravesar con sus dientes mi blanda piel.

En un intento desesperado por alejarlo de mí, le tiré la piel del cordero. El animal tiene hambre, hoy no comió. Sus inmensas fauces se abrieron, se acercó a la piel y la engulló sin apenas mover sus dentudas mandíbulas. ¡Aaay! Ahora viene a por mí. Mientras se acercaba, yo, aún sentado en el suelo, me alejé hacia atrás. Le tiraba piedrecitas a su cabeza pero no servían de nada, no se inmutaba. Ahí viene, lento pero con pisada fuerte. Se acerca, se acerca. De la comisura de sus labios una densa baba colgaba pensando en la jugosa cena que iba a tener: yo. Siento su respirar. A unos palmos de mí el terrible lagarto abre su boca decidido a sesgarme el cuello. Pero un sordo bramido de dolor surge de su garganta. No se mueve, qué le pasa. Del borde de su boca cae un hilillo de sangre. Sí, ha sucedido. La yesca prendió en el interior de su estómago y le quemó las entrañas. Sin vida, el enorme animal que nos tenía atemorizados cayó en el suelo. Ahí estaba, tendido, inerte. Nunca más nos hará mal este impresionante y fabuloso lagarto.

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