Apenas treinta kilómetros de distancia separan Collioure de Port Bou, los caminos del señor son inescrutables, sobre todo cuando te persigue el hambre del ladrido del perro hambriento del nazismo, siempre ocurre al lado de una frontera, aunque las fronteras no existan, pero los gritos sí, y te lanzan por encima de un puente en París, o te meten una pastilla en la boca por miedo a ser aniquilado en Petrópolis, o te invita a pasar una temporada en el infierno como a Ernst Töller o a Rober Desnos en Terezyn antes de morir, que se enamoró de la nieve pálida con forma de mujer, Youki Foujita.
El exilio es el silencio, es la apropiación de contenido, la obra secuestrada, el miedo administrado por la burocracia efectiva de cualquier país moderno, la maquinaria exacta de ciudadanos amantes de la exactitud y de su comodidad patrocinada por el espanto. No hemos cambiado tanto con el tiempo. Seguimos formando parte del aparato del terror simpático de la posmodernidad. Trabajamos incansablemente desde una tecnología ciberproletaria para el fracaso.
La Bauhaus tuvo que cerrarse por el ascenso del nazismo. El jinete azul debería cabalgar en otras latitudes y traspasó todo su poder atónico a otra tierra que acogió con entusiasmo el trasvase conceptual de una Europa condenada por el poder de la razón más salvaje. La Bauhaus, que quería organizar el mundo mediante la belleza y la estructura de los objetos cotidianos. Demasiado atrevido para una mediocridad vociferante.
Paul Celan salta desde el puente Mirabeu al Sena, el frío húmedo en París no le detiene. Se siente cómodo en el río después del frío en Moldavia deportado tras ver morir a sus padres; años antes de saltar se había reunido con el maestro alemán, Heidegger, a quien admiraba, pero apenas le extendió la mano y, por supuesto, no se retractó de sus palabras contra los untermesch.
A Ossip Mandelstam lo condenó Stalin por un poema que lo retrataba como un cerdo, pero a Mandelstam lo salvó la esperanza, Nadezda, su mujer, (Esperanza, en ruso), que se aprendió de memoria toda la obra de su marido mientras huía de Vladivostok, escribir era peligroso entonces, la palabra, acusadora. Pasternak no pudo hacer nada por él. La historia se repite aunque le cambies el nombre y seas un poeta acmeísta y seas amigo de la Ajmatova. Te pudres en el kulak.
26 kilómetros separan Port Bou de Collioure, a Benjamin se lo quería apropiar la escuela de Frankfurt, donde se formó. Antonio Machado escribió su último verso en el mediterráneo de Collioure. A Machado lo calló el comienzo de un régimen funesto, el mismo que asoló Europa. Benjamin antes de suicidarse vivió una temporada en una Ibiza pura antes de la hortera especulación turística, murió con el sol en los ojos y un azul cuya semántica ya definió Homero dos mil años antes.
Ninguno de los dos supo jamás del otro, ninguna de sus obras se parecía aunque orbitaban en torno a la filosofía mediante la influencia de Bergson y las fragmentaciones de Walter Benjamin, pero estoy seguro de que los dos escribieron el mismo verso final, al final su patria cabía en el sol de su infancia.
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