Puede que la culpa la tenga Brian de Palma, o que sea mi subconsciente el que apunte en dicha dirección, pero cada vez que estoy en un lugar público a la espera de alguien que llega con retraso, no puedo dejar de ejercitar una observación casi escudriñadora de cuanto me rodea, como cuando Elliot Ness vigilaba desde lo alto de la escalinata de la estación de tren la llegada del contable de Capone. Hay un tipo que acaba de asomarse al balcón a hablar por teléfono con tono elevado, las moscas no paran de revolotear alrededor de unos contenedores que acaba de vaciar un operario del servicio de limpieza, una señora se coloca la mascarilla tras salir de casa y me rodea para guardar las distancias, otra aprovecha para retocarse el pelo frente al reflejo de un escaparate y un joven acelera en bici como si llegara tarde a algún sitio. No espero a ningún contable, pero consumo los minutos como si auscultara los latidos de la ciudad a la hora del desayuno en un día en el que no se habla de otra cosa: el uso de las mascarillas.
Tres mujeres de mediana edad que pasan a mi lado intercambian impresiones al respecto con una preocupación en común: qué hay que hacer con la mascarilla cuando se llega a la playa. Una corrige a la otra sobre el tema del baño y la sombrilla, aunque no termina de convencerla. Da igual. Es el tema. Pasan cerca de las obras de la plaza Esteve, y podrían debatir sobre el adoquín, sobre quién tiene más o menos razón en la paralización de las obras, sobre la incomodidad de tan lamentable situación, pero siguen dándole vueltas al uso obligatorio de la mascarilla.
Todo sigue girando en torno a lo mismo, o a las consecuencias de lo mismo: poco después converso con un amigo que acaba de abandonar un ERTE para reincorporarse a su puesto de trabajo. Lo ha hecho animado, por la vuelta, porque sea antes de tiempo -temeroso de la factura de Hacienda el año próximo-, y porque hay movimiento y visos de una necesaria reactivación económica. A la charla se suma otro amigo en común, autónomo, de los de actividad esencial, y que, en todo caso, llegó a la crisis sanitaria sin empleados a su cargo, con lo que sigue marcando una hoja de ruta en la que no ha tenido que verse en la tesitura de otros empresarios que, a la hora de retomar la actividad y contratar empleados, se han encontrado con la competencia del ingreso mínimo vital: para algunos es preferible a volver al tajo. No creo que haya que generalizar, pero basta un ejemplo, como éste al azar, para alimentar la teoría de quienes sostienen la sospecha de que “la paguita”, a cargo del resto de contribuyentes, no va solo para gente necesitada; y tampoco hace falta que escuchen la COPE o Federico para que aten cabos, solo dejarse llevar por este interesado estado de enfado y desconcierto al que a veces sumamos el aliciente de unas mascarillas a destiempo, ahora que nos habíamos acostumbrado a la “nueva normalidad” y hace semanas que no hay contagios por aquí.
Hay quien se aferra a la evolución de esas cifras de contagio, casi residuales ya en la provincia, para aliviar la angustia, pero hay otras que imponen otro tipo de respeto, como las del paro, los afiliados o la ocupación hotelera. Y a falta de cifras están globos sonda como el de celebrar el año que viene en abril el Concurso del Falla, que, peor aún, nos lleva a poner en duda todo lo que queda por celebrar de aquí a marzo.
Al menos se agradece el derroche de sinceridad con el que el ejecutivo andaluz ya advierte lo que nos aguarda el próximo otoño, para que a nadie coja desprevenido: más paro, más protección social, más necesidades sanitarias, un incierto inicio del curso escolar, empresas que no van a volver a abrir sus puertas... Es casi una película de miedo por entregas, bajo la misma inmersión psicológica de las anteriores -siempre hay que ponerse en lo peor- y ese mismo desasosiego que creíamos haber espantado con la llegada de los días más largos y el calor de siempre. Ha venido la mascarilla obligatoria para poner de nuevo las cosas en su sitio, aunque nos sintamos unos privilegiados al mirar a Aragón o Cataluña.
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