Sin sangre, nuestro corazón no tendría razón de ser, seríamos “gente sin sangre en las venas”, “personas sin corazón”, un panorama poco alentador.
Cuentan que existen privilegiados de “sangre azul”, mientras el resto tenemos la sangre roja, color del rubí, piedra preciosa que imparte vigor a la vida, según los poetas. Este rojo brillante es producido por un pigmento contenido en los glóbulos rojos.
A lo largo de la vida, unos 5 litros de sangre (7 – 8% del peso corporal) circula constantemente por las arterias y venas. Como laxo de unión, entre estos sistemas vasculares, existe una extensa red de vasos capilares de 5-10 micras de diámetro, tan finos que obligan a los glóbulos rojos -8 micras de diámetro- a deformarse para poder circular por ellos. La sangre es un tejido conjuntivo muy complejo, constituido por una matriz coloidal líquida por la que transitan diversas células especializadas, proteínas, minerales y otras moléculas con distintas funciones. El organismo humano puede tolerar una pérdida del 10% de su volumen total –volemia-, sin afectar seriamente la salud; sin embargo, una hemorragia superior al 25% resulta peligrosa y, si llega a la mitad de la volemia, suele ser mortal.
La sangre en la historia
Desde la antigüedad, la sangre ha sido utilizada para múltiples ritos y actividades medicinales. En Egipto, los faraones solían bañarse en sangre humana para prevenir o curar la lepra. Describen que los romanos saltaban a la arena para beber la sangre de los gladiadores moribundos, con la finalidad de obtener su fuerza y valor. En los siglos I y II, hacían beber sangre humana a los epilépticos, porque creían que así expulsaban los espíritus malignos que poblaban su cuerpo.
La primera transfusión sanguínea fue practicada al Papa Inocencio VIII en 1492, -año del descubrimiento de América-; tres niños fueron utilizados como donantes forzados, que murieron exangües junto al Papa; ciertamente, no fue un pastor ejemplar de la Iglesia -tuvo dos hijos ilegítimos-, ni tampoco un buen comienzo para la transfusión sanguínea.
En 1667, Jean B. Denis llevó a cabo una transfusión con sangre de cordero a un joven de 15 años quien, milagrosamente, sobrevivió. En el siglo XIX, el obstetra inglés James Blundell utilizó, con cierto éxito, transfusiones de sangre humana a mujeres con hemorragias postparto, experiencia que publicó en la prestigiosa revista The Lancet en 1829. En general, en el siglo XIX, las transfusiones tenían una alta mortalidad, por lo que fueron prohibidas por las autoridades sanitarias.
En 1901, el patólogo austriaco Kart Landsteiner descubrió los grupos sanguíneos: O, A, B y AB; recibiendo el Premio Nobel de Fisiología y Medicina en 1930. En 1939, los científicos Phillip Levine y Stetson Rufus, investigando en Nueva Jersey (EEUU) con macaco Rhesus, detectaron la reacción de los antígenos de la sangre de estos primates, que luego comprobaron en el hombre. Decidieron catalogar la sangre por el sistema Rhesus (Rh+ y Rh-), terminología que sigue en vigor; una forma de llamarnos monos de manera delicada. La transfusión sanguínea humana no se generalizó hasta la II Guerra Mundial, con el descubrimiento del método de su conservación -citrato como anticoagulante- y la instauración de los bancos de sangre.
La sangre, algo más que un líquido
Hace años, se creía que la sangre no era más que un líquido vehiculador de las células trasportadoras de los gases y defensoras del organismo. Actualmente sabemos que constituye un verdadero órgano, con funciones muy diversas y complejas.
Las células sanguíneas ocupan alrededor del 45% de su volumen, esta fracción celular se denomina hematocrito. El plasma sanguíneo, fracción acelular, es la porción líquida de color amarillo traslúcido que ocupa el 55% restante; compuesta principalmente por agua, además de proteínas -fibrinógeno, globulinas, albúminas, lipoproteínas- y moléculas transportadoras de nutrientes orgánicos, junto con otros elementos esenciales -aminoácidos, lípidos, glúcidos, sales, hormonas, enzimas, anticuerpos, urea, sodio, potasio, calcio, cobre, hierro, carbonato, bicarbonato-.
Glóbulos rojos agrupados en torno a una herida accidental.
Los glóbulos rojos -hematíes- son las células más numerosas de la sangre (4,5 – 5 millones/cc), sin núcleo ni mitocondria –órgano energético-. Contienen una proteína llamada hemoglobina, rica en hierro, que compone 1/3 de la masa celular y proporciona su color rojo, teniendo la función transportadora de gases sanguíneos, verdaderos “taxis” del oxígeno y anhídrido carbónico. Cuando se une al oxígeno, toma el nombre de oxihemoglobina, mientras que cuando va cargada de CO2, para su expulsión por los pulmones, se denomina desoxihemoglobina. Los glóbulos rojos inmaduros -reticulocitos- constituyen un buen indicador de la actividad productiva de hematíes por parte de la médula ósea.
Plaqueta inactiva apoyada en la concavidad de un glóbulo rojo.
Las plaquetas son células sin núcleo, con forma muy irregular, imprescindibles para garantizar la coagulación de la sangre y controlar las posibles hemorragias, formando coágulos -trombos- que taponan los vasos lesionados accidentalmente; tienen una vida media corta (8 – 10 días). Se ha descubierto que estas células liberan varias proteínas, denominadas factores de crecimiento –PDGF, TGFβ, BFGF, IGF-1, EGF, HGF, VEGF-. Estas substancias tienen misiones diversas, como estimular el crecimiento tisular, permitir la movilidad celular, favorecer la acción de la insulina, el crecimiento de las células del hígado o el recubrimiento interno de los vasos; en resumen, una sorprendente fuente de productos que renuevan y protegen la actividad biológica del complejo organismo humano.
Los glóbulos blancos -leucocitos-, a diferencia de los hematíes, carecen de pigmento, pero poseen núcleo, mitocondria y orgánulos intracelulares, además de moverse libremente por disponer de pseudópodos; tienen la importante misión defensiva frente a las infecciones y cuerpos extraños. Utilizan la sangre como vehículo de paso hacia las diferentes regiones del cuerpo, donde requieren su presencia.
Existen dos clases de glóbulos blancos, unos con gránulos en su interior -granulocitos- y otros que carecen de ellos -agranulocitos-. Entre los primeros tenemos los neutrófilos, encargados de luchar contra las infecciones bacterianas, los basófilos que intervienen en los procesos alérgicos y los eosinófilos que nos defienden de las infecciones de los parásitos y también en procesos alérgicos. Los agranulocitos poseen un núcleo más grande, como son los monocitos que tienen una función de fagocitosis, aspiran los gérmenes, eliminan los restos de las células muertas y la basura orgánica de los microorganismos eliminados; son como eficientes aspiradoras robotizadas que nunca paran de funcionar.
Linfocitos K, “natural killer” (color celeste) de aspecto velloso, junto a varios glóbulos rojos. Imagen: Peter Gabriel, New Blood.
Los linfocitos, células defensoras, producidas en la médula ósea y el tejido linfático, constituyen una importante familia de los agranulocitos. Los linfocitos B integran un sistema de reconocimiento bien organizado, encargados de identificar a los invasores -antígenos-, liberan unos detectores o proteínas -anticuerpos-, especie de pegatinas que se adhieren a la superficie de los gérmenes, marcándolos como enemigos, para que sean suprimidos. Los linfocitos T -soldados celulares de las compañías CD4, CD8, CT- se ocupan de eliminar todos los señalados como patógenos hostiles. Dentro de este eficiente ejército celular, existe un cuerpo de élite, que se activa únicamente cuando se percibe un peligro inminente para el organismo, células asesinas denominadas linfocitos NK -del inglés, natural killer-, que acaban con todas las células infectadas por virus e incluso las células tumorales.
Esta eficiente defensa nos protege ante enemigos poderosos, como el coronavirus COVID-19 (SARS-CoV-2). La actual pandemia ha puesto de manifiesto que la mayoría de pacientes con sistema inmunológico normal pasan la enfermedad y lograr vencerla, incluso, sin llegar a enterarse, porque estas células defensoras hacen un excelente trabajo, sin siquiera provocar síntomas.
Ofertas y demandas
Las transfusiones y hemoderivados se utilizan habitualmente para reponer la volemia sanguínea tras una hemorragia importante, o bien concentrados de hematíes con objeto de incrementar el transporte de oxígeno a los órganos y tejidos. Existen diversos hemoderivados como concentrados de plaquetas, plasma fresco congelado, o crioprecipitados -factor VIII, fibrinógeno, factor XIII, fibronectina-, estos últimos formados por proteínas plasmáticas de alto peso molecular que precipitan en frío.
El incesante aumento de la demanda de transfusiones de sangre y hemoderivados ha hecho que, expertos de organismos internacionales, hayan establecido, por consenso, los criterios de indicaciones de las diferentes transfusiones de forma racional y justificada. https://www.transfusionguidelines.org
Según la Organización Mundial de la Salud -OMS-, se extraen cada día alrededor de 117 millones de unidades de sangre en el Mundo. En los países en vías de desarrollo, más de la mitad de las transfusiones se emplean en niños menores de 5 años, mientras que en los países desarrollados, el 75% se utilizan para los mayores de 65 años.
En España, el índice de donaciones es alto, ocupando el 6º lugar en el ranking mundial de donación altruista y anónima. En 2018, se produjeron 1.685.301 donaciones de sangre (450 cc), según la Federación Española de Donantes, o sea, 36 donaciones por 1.000 habitantes. El consumo de sangre en nuestro país es de 6.000 transfusiones diarias. El consumo medio de sangre del hospital español es de 80 unidades/día, para atender las necesidades de intervenciones quirúrgicas, partos, tratamientos oncológicos y anemias crónicos. Debe tenerse en cuenta que algunos hemoderivados, como las plaquetas, tienen una duración temporal limitada de 5-7 días, por lo que se requieren donaciones frecuentes para ciertos tratamientos. En los últimos años, las transfusiones sanguíneas han incrementado significativamente, debido al aumento de los trasplantes de órganos y tratamientos por cáncer.
De hecho, la transfusión sanguínea constituye un verdadero “trasplante” de un órgano líquido, para salvaguardar la vida. En este peculiar trasplante se administran plasma sanguíneo, así como múltiples y variadas células, proteínas y otros elementos. Por mucho que se ha avanzado en los controles y selección de los donantes, no puede garantizarse una seguridad completa sobre las posibles reacciones alérgicas o la ausencia total de microorganismos, ya que la sangre donante podría contener agentes nocivos, aún no descubiertos, que infecten al receptor, como sucedió con el virus VIH del SIDA -identificado en 1981-, o el virus de la hepatitis C -identificado en 1989-.
Sangre artificial
La apremiante necesidad de transfusiones en las catástrofes naturales, conflictos armados, grandes accidentes y, habitualmente, en centros hospitalarios con amplia actividad quirúrgica hace que persista el interés internacional en la investigación y fabricación de sangre artificial. E
Este órgano líquido, que sigue asombrando a científicos y especialistas en Hematología, no resulta fácil de reproducir por su complejísima composición celular y bioquímica. En general, la investigación se centra en obtener moléculas que puedan transportar oxígeno, como los perfluorocarbonos -PFCs- o la hemoglobina sintética recombinante.
En 1989, la agencia FDA americana aprobó, para su utilización en pacientes, un PFC, denominado Fluosol-DA-20, fabricado por la empresa japonesa Green Cross™; pero dejó de fabricarse en 1994, al prohibirse su uso por detectarse una incidencia elevada de ictus en los transfundidos.
Unidad de sangre artificial de perfluorocarbono de 3ª generación.
En 1996, Rusia aprobó la utilización clínica de un PFC, denominado Perftoran™; registrado y aprobado también en Méjico, en 2005, con el nombre comercial Perftec™. Actualmente, se investigan nuevos PFCs de 3ª generación, como Oxygent™, retirado en fase III por alta incidencia de ictus cerebral; mientras otros, como Oxycyte™ y PHER-O2™, se encuentran en fase II de investigación.
La sangre artificial basada en hemoglobina sintética se denomina “portadora de oxígeno a base de hemoglobina” -HBOCs- (del inglés, hemoglobin-based oxygen carrier). Se ha demostrado que la hemoglobina libre no es útil como sangre artificial por su excesiva avidez por el oxígeno, tener una vida media muy corta y su peligrosa afinidad por el óxido nítrico, inductor de una vasoconstricción arterial significativa. En la actualidad, ningún producto derivado de la hemoglobina -hemoglobinas sintéticas- tiene aprobación oficial para su utilización en humanos. En fase de investigación se encuentran varias HBOCs, como Oxyglobin™, PolyHeme™, MP4OX™, Hemotech™, Hemopure™ y Engineered Hemoglobin™.
Recientemente, la investigación científica con células madre hematopoyéticas parece un camino factible para producir sangre artificial. Las células madre cultivadas poseen semejante morfología y contenido de hemoglobina que los glóbulos rojos nativos, y similar vida media intravascular. El Departamento de Defensa de los EEUU ha comenzado a utilizar este tipo de sangre artificial, en sus soldados heridos en zonas remotas, donde no es posible enviar transfusiones sanguíneas convencionales. Estas células madre hematopoyéticas son extraídas de cordones umbilicales de recién nacidos; cada cordón umbilical puede producir unas 20 unidades de sangre.
Nadie duda que la sangre artificial, sin efectos colaterales nocivos, podría salvar muchas vidas, puestas en peligros por problemas naturales, socioeconómicos, bélicos o religiosos. De momento, la investigación científica se enfrenta a la enorme dificultad de intentar reproducir este valioso líquido, tan sorprendente y complejo.
La sangre, asombroso órgano líquido, es un verdadero “ángel de la guarda” y fuente de vida.
“Sangre que no se desborda, juventud que no se atreve, ni es sangre, ni es juventud, ni relucen, ni florecen”.
Viento del pueblo, 1937 – Miguel Hernández, poeta y dramaturgo español.
“Estamos unidos por la sangre, y la sangre es memoria sin lenguaje”.
Joyce C. Oates – Escritora, EEUU.
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