“Quien escribe para los necios siempre encuentra un gran público”. Ésta es una de esas frases célebres con un significado elitista que se ha repetido a lo largo de la Historia; sobre todo en momentos específicos de confrontación entre una literatura dirigida a las mayorías sociales y otra dirigida directamente a sectores minoritarios; entendiendo siempre la superioridad intelectual y cultural de éstos con respecto a aquéllas. Cierto e indudable, empírica y estadísticamente.
Formulada tal como aparece al comienzo de este artículo, la idea se encuentra en un libro extraño en su forma y en su contenido, cuyo título es El arte de insultar, bajo autoría del filósofo alemán Arthur Schopenhauer (1788-1860). Y empleo dicha expresión porque no es un texto premeditadamente elaborado como un manual de la injuria —aunque parece ser que Schopenhauer tenía algo similar preparado entre sus manuscritos—, sino que se trata de una obra compilatoria en la que se recogen insultos, descalificaciones, críticas, reprobaciones, censuras, escarnios, sarcasmos, etc. Es decir, más bien sería un breviario funcional que toma numerosos ejemplos de improperios e invectivas demoledoras que se reparten por la producción de Schopenhauer, entre la que destacan, en este nivel, los dos volúmenes de Parerga und Paralipomena (1ª edición en 1851; 2ª edición —póstuma— en 1862), único de sus trabajos que obtuvo repercusión pública y le procuró una tardía pero amplia fama, hasta el punto de que Richard Wagner le dedicó El anillo del nibelungo en 1854, por todo lo que su música debía a El mundo como voluntad y representación.
Persona de muy mal carácter, Schopenhauer, fue un hombre que vivió siempre peleado con un mundo (para él, “el peor de los posibles”) —y en este caso es la pura verdad— que no supo reconocer sus virtudes como pensador; un pensador que, además, escribía maravillosamente, siendo la claridad (“cortesía del filósofo”, según Ortega) una de esas virtudes, lo que no es frecuente en la filosofía. Admiró a Kant y a dos de nuestras figuras literarias más ilustres: Calderón de la Barca y, más que a nadie, Baltasar Gracián, de quien tradujo el Oráculo manual. Detestó con todas su fuerzas a Hegel y a los hegelianos, que sí conocieron pronto las mieles del triunfo.
Maldito aquel tiempo que sólo demostró indiferencia hacia El mundo como voluntad y representación en sus dos ediciones, la de 1819 (más exactamente diciembre de 1818), y la de 1844.
Schopenhauer había publicado varias obras, de condición eminentemente práctica, o sabiduría de la vida con fines prácticos, cuyos títulos comienzan por ‘El arte de…’: Eudemonología o el arte de ser feliz, explicado en cincuenta reglas para la vida (vulgarmente, El arte de ser feliz, que es una selección de comentarios —50 preceptos— algo más extensos que los aforismos, con mucha influencia del Gracián del Oráculo, y que sería iniciada hacia 1822, constituyendo hoy una obra reconstruida); El arte de sobrevivir (“La única forma de existencia es el momento presente, que es también la posesión más segura, aquella que nadie nos podrá arrebatar jamás”); El arte de hacerse respetar —publicación póstuma—, denominado por Schopenhauer Tratado del honor (redactado, en el período de Berlín, a lo largo de 1828); El arte de tratar con las mujeres (vinculado a sus turbulentas relaciones con su madre —mujer emancipada de la época— y a su colosal misoginia, que no le impidió tener relaciones amorosas o —como él las llamaba— de “pasión horizontal”, algunas de ellas bastante tempestuosas); El arte de tener razón (Dialéctica erística, o El arte de tener razón, expuesta en treinta y ocho estratagemas, aparecido también póstumo en 1864) y Senilia o El arte de envejecer (póstumo asimismo, escrito durante los ocho años y medio finales de su vida, y que recuerda los Ars moriendi —o bene moriendi— surgidos en la conflictiva Europa del siglo XV, como una preparación para la muerte), en el que Schopenhauer reúne sus pensamientos en torno a la vida y su final, pero —paradójicamente— con cierto aire de ars bene vivendi en el sentido de orientar la filosofía hacia la comprensión pragmática del vivir. Pesimista, pero “partidario de la felicidad”, como dice el verso de Gil de Biedma, Schopenhauer recurre al tópico de relativizar las desventajas que la ancianidad trae consigo, recalcando, por contraste, sus ventajas y posibilidades.
Estos libros poseen, por tanto, salvo alguna excepción, estructuras antológicas organizadas a posteriori por especialistas con materiales de diversa procedencia; unos publicados y otros inéditos. El arte de insultar (Die Kunst zu beleidigen), del que se dice que Schopenhauer hizo algún esbozo en forma de libro, también ha venido publicándose mediante la composición y el criterio de terceros a partir de las treinta y ocho artimañas, que se hallan expuestas en El arte de tener razón, para vencer dialécticamente al oponente en una discusión con independencia de la verdad. Pero los debates tienen unos límites, bien cuando el adversario sabe más y es más ágil, o bien cuando estamos ente un imbécil que se cierra en banda y no cesa de repetir sus sandeces, con lo cual da la impresión de que está ganando la batalla de la disputa. Entonces es la hora de dejar a un lado la argumentación y recurrir sin escrúpulos al insulto, al ataque personal, incluso de manera ofensiva, vejatoria, indecente e irrespetuosa. En un alarde de sencillez franciscana, Schopenhauer elogia esta salida por su popularidad, “porque todos son capaces de llevarla a cabo y, por lo tanto, se usa con frecuencia", pero contando siempre con la eventual contrarréplica de la otra parte en los mismos términos, lo que conduce sin paliativos al terreno de la zapatiesta. El filósofo germano prefiere evitar estos extremos, para lo cual aconseja, entre otras actitudes, permanecer indiferentes ante las afrentas y escoger con gran cuidado a interlocutores de calidad, aunque a veces esto no es dable, y es en esas circunstancias en las que un lenguaje hiriente y devastador derrota al intelecto y al ingenio, o a la testarudez insufrible del zoquete; así como una acritud explosiva desarma a la inteligencia superior y no digamos a la idiotez.
El insulto, para que sea eficaz, debe ser agudo, lúcido, certero, preciso… Schopenhauer sentía predilección por ridiculizar a sus enemigos filosóficos, como hace en ‘Acerca de la filosofía universitaria’. No le importaba si incurría en la difamación y la calumnia. También éstas ocupaban un lugar en la filosofía, como ya he dicho, partiendo de las treinta y ocho propuestas (realmente argucias, trucos) de El arte de tener razón (probablemente de 1830-1831, según Hübscher). Ello nos recuerda la sofística, pues el objetivo es defender afirmaciones tanto verdaderas como falsas. Sus tácticas dialécticas estarían entre la lógica y el sofisma. Si, después de la confrontación, todo falla por la superioridad del contrincante, queda el truco 38: echar mano de lo personal, lo insultante y grosero. El odio de Schopenhauer, máxime en su avanzada edad, era absoluto, como un océano de odio contra todo: colegas, escritores, mujeres, amor, matrimonio, modas, la raza humana, la Historia. Nada escapa a su aborrecimiento, si bien nunca desdeñó la cautela como estrategia ante la contingencia de un inoportuno estallido de polaridades coléricas y otros funestos resultados.
Es muy importante aclarar una cuestión. Al concebir el insulto al estilo de Schopenhauer, el propósito esencial es, por supuesto, anonadar al adversario, pero esto no puede derivar en la simple ordinariez barriobajera, sino que el dicterio ha de ser elaborado con arte. De ahí el título (los títulos). No obstante, se ha dicho que ello puede implicar el uso de la parodia brutal, de la causticidad inmisericorde, de una imaginación marcada por la perfidia o de un retorcimiento maléfico, fórmulas que consiguen abrumar al antagonista. Pero no siempre Schopenhauer alcanzaba tales hipérboles ni mucho menos. Tampoco es para tanto. En este aspecto, y al margen de la teorética oficial aquí expuesta, podría decirse que a veces es decepcionante y hasta ingenuo. El lector despabilado echa en falta aún más crueldad, más veneno.
He aquí algunos modelos:
“Parece, en suma, como si el buen Dios hubiese creado el mundo para que se lo llevase el diablo, de modo que habría sido mejor que se hubiese estado quieto”.
“Los sacerdotes terminan por ser meros intermediarios en el comercio con unos dioses que se dejan sobornar”.
“El hombre es en el fondo un horrible animal salvaje [...]. Tan pronto desaparecen el candado y las cadenas del ordenamiento legal y se abre paso la anarquía, se muestra como el que realmente es”.
“El tipo de orgullo más barato es el orgullo nacional. Quien está poseído por él, revela con ello que carece de características individuales de las que pudiera estar orgulloso, pues de lo contrario no echaría mano de algo que comparte con millones de personas”.
“El que posee méritos personales relevantes advertirá con toda claridad los defectos de su nación, ya que los tendrá siempre a la vista. Pero el pobre idiota que no tiene nada de lo que pudiera enorgullecerse se agarra al último discurso: estar orgulloso de la patria a la que pertenece. Eso lo alivia y, agradecido, se mostrará dispuesto a defender con uñas y dientes todas las taras y necedades propias de su país”.
“Aquellas cabezas vulgares, definitivamente, no pueden decidirse a escribir como piensan; pues adivinan que si lo hicieran, el asunto tratado podría adquirir un cariz demasiado simple... [...]. Por lo tanto, formulan lo que tienen que decir en locuciones retorcidas y difíciles, neologismos, y períodos dilatados que eluden el pensamiento y lo ocultan. Vacilan continuamente entre el empeño de transmitir lo pensado y el de oscurecerlo. Quieren amañarlo para que adquiera una apariencia culta o profunda, y produzca la impresión de que encierra mucho más de lo que se puede percibir a primera vista. De ahí que lo vayan dispensando por entregas, en sentencias cortas, ambiguas y paradójicas que pretenden decir muchas más cosas de las que dicen (ejemplos excelentes de este tipo los proveen los escritos de Schelling sobre la filosofía de la naturaleza); otras veces presentan su pensamiento bajo un torrente de palabras con una prolijidad insoportable, como si fueran necesarios quién sabe qué prodigiosos recursos para hacer comprensible su sentido; cuando muchas veces se trata de una ocurrencia muy sencilla, o de una mera banalidad (Fichte, en sus escritos divulgativos, y cientos de imbéciles que no vale la pena nombrar, nos proporcionan abundantes muestras de ello con sus manuales de filosofía)”.
Sobre la abolición de la pena de muerte:
“A los partidarios de abolirla, se les debe responder: Abolid primero el homicidio en el mundo; después podréis abolir también la pena de muerte”.
“Casarse significa hacer todo lo posible para que ambos cónyuges sientan repugnancia uno de otro”.
“Clío, la musa de la Historia, está tan infectada por las mentiras como una prostituta por la sífilis”.
“El coito es un asunto que recae principalmente en los hombres, mientras que el embarazo pertenece enteramente a la mujer”.
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