Un año más, y van 40, Madrid celebra la Feria Internacional de Turismo, el escaparate por antonomasia del turismo doméstico. Una pasarela por la que ha desfilado todo aquel ha tenido o ha creído tener algo que decir en materia turística una de las competencias más dulce, amable y lucida para cualquier político que se precie, especialmente si no ha tenido oportunidad de viajar hasta el momento de acceder al cargo.
Lo que viene siendo, la joya de la corona. Y bajo ese gran paraguas, año tras año, derroche sin pudor de recursos públicos para agasajar no ya a potenciales clientes o turistas, sino prácticamente a los mismos con los que se viajaba desde la propia Málaga.
¿Quién no recuerda las multitudinarias cenas del pescaíto en las que el Ayuntamiento de Torremolinos y su entonces alcalde Pedro Fernández Montes invitaba a centenares de personas, muchas de ellas ilustres personajes de la caspa española a degustar boquerones y chopitos a toneladas? Hasta que nos topamos con la crisis, que puso coto a esos desmanes, e hizo imperar la mesura y el sentido común.
Atrás ha quedado el dispendio y los fastos a los que nos tenían acostumbrados quienes aprovechaban la cita allá por los noventa y en los primeros años de siglo XXI para viajar a la admirada capital, pasear un rato por los recintos feriales estirando el cuello cuando aparecí un fotógrafo, y disfrutar buena parte del día y la noche de las muchas posibilidades que ofrece la capital del Reino.
De un tiempo a esta parte, parece que se ha interiorizado el verdadero fin que ha de tener la feria: establecer contactos profesionales, promocionar las bondades de nuestra provincia y vender no sólo al conciudadano sino al turista y potencial visitante la excelencia de un destino que con todo, brilla con luz propia, por encima incluso de sus gobernantes.
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