Andalucía

Medievo

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En Romeo y Julieta hay una escena que se desarrolla en un mercado medieval. La joven núbil iba seguida muy de cerca por su ama, una mujer de corpulencia desaforada capaz de atajar sin miramientos cualquier intento de aproximación indeseada. El mercado bullía de gentes y el vocerío de los vendedores elogiando sus mercancías parecía un canto de acción de gracias al sol porque su presencia auguraba una suculenta avenida de clientes, paseantes y curiosos que asegurarían las ganancias de varios días. Julieta mariposeaba de puesto en puesto apreciando las calidades de las alfombras traídas de Ispahan, la voluptuosidad de las sedas transportadas desde China o suspirando mientras olía alguna esencia que la perturbaba hasta hacer que su labio superior se perlara con el supremo sudor del deseo. Mientras, Romeo, muy cerca e inadvertido de la presencia de su amada discutía con su querido Mercucho sobre la belleza y el amor. Con esa escena en la cabeza y con las manos en los bolsillos me paseé ayer por el parque María Cristina convertido durante este fin de semana en un mercado medieval. Una pareja, ella tocado un pandero muy sonoro y él trastabillándose por los fingidos efectos de una dulce ebriedad, canta un equívoco báquico: “Ven Gabino, no, no ¡venga vino!”. A derecha e izquierda puestos y tenderetes que ofrecen remedios y servicios para casi cualquier clase de dolencia o necesidad. Un escriba puede reproducir sobre un pergamino, la letra alada con la que los copistas medievales iluminaban los Evangelios; la maga Morgana vende figuras etéreas que pueblan un bosque de mitologías, conjuros certificados y velas para el amor que huelen a besos carnales; un alfarero hace girar en el torno una pella de barro a la que acaba dando la forma de un pequeño plato sobre el que escribe el nombre de esa niña que ha observado ensimismada, el humilde milagro; hay runas del alfabeto escandinavo caladas a mano, cuyo significado sólo Borges y unos pocos iniciados han sido capaces de desentrañar; sigo el olor intenso de unas barritas de sándalo perfumado de rosa y me doy de bruces con unos quemadores adornados con esqueletos que componen, con su ruina ósea, unas posturas sexuales muy evidentes que también rigen por el lado de ultratumba. Y hay un mago que conoce los pasadizos más ignorados de la cartomancia, aunque por si acaso, lee El País, que es el periódico que tiene sobre su mesa. Productos ibéricos de matanza que desprenden ese olor que se agarra aquí debajo de las glándulas salivales; quesos premiados en La Mancha; pulpos a los que un fraile de manos rápidas corta a tijera y transustancia en alimento divino. Y por fin descubro de dónde venía la pareja de Gabino. De una licorería regentada por un cubano hercúleo, cuello macizo, ojos brillantes y sonrisa de piano. Aquí puedes imitar a Hemingway echándote al coleto unos cuantos mojitos. En la Bodeguita del Medievo.

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