Sin Diazepam

Hay un amigo en mí: la leyenda del golondrino

Vivo sin vivir en mí y tan mierda de vida espero que muero porque no muero. Lo siento, Santa Teresa, pero es que no creo ni en los protones

Publicado: 20/09/2019 ·
09:13
· Actualizado: 24/09/2019 · 15:05
  • Hay un amigo en mí. -
Autor

Younes Nachett

Younes Nachett es pobre de nacimiento y casi seguro también pobre a la hora de morir. Sin nacionalidad fija y sin firma oficial

Sin Diazepam

Adicto hasta al azafrán, palabrería sin anestesia, supero el 'mono' sin un mísero diazepam, aunque sueño con ansiolíticos

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Una mañana cualquiera. En la ducha. Como soy un puto burgués, agua calentita. Me encanta cómo se desliza por entre las curvas de mi culo respingón. Esponja. Gel de baño. Me refriego el pecho, los brazos, los genitales, mis tersos muslos, mi barrigota y cuando llego a las axilas, joder, qué es eso. Un bulto. ¡Mierda!... Es demasiado pronto. Aún no, por favor. No quiero morir… el agua se enfría, mi cuerpo suda y mi mente se acelera. Ese ser hipocondríaco que vive bajo mi piel exhuma miedo. Me entra el nervio de la muerte. Cierro la manija. Pillo una toalla, me seco pero sigo temblando. Al médico que voy.

Ya en casa entré al cuarto de baño. Alcé mi brazo en plan saludo hitleriano frente al espejo. Y lo vi. Allí, solito entre la mata de rizados vellos

Salud Responde. Una cita para el día siguiente. A primera hora. No es por nada, simplemente que si al final no es nada grave no quiero faltar al trabajo. No es por nada, simplemente que si al final es algo grave paso de perder uno de los pocos días que me queden en el curro. Al médico siempre temprano pues. Tengo 24 horas para comerme la cabeza. No es que me guste, es que no puedo evitarlo. Vivo sin vivir en mí, tan mierda de vida espero que muero porque no muero. Lo siento, Santa Teresa, pero es que no creo ni en los protones ni en lo que habita más allá de mis cojones. Escalofrío. Rectifico, si hay un o varios dioses en el cielo, no hagan caso de lo que escribo. Bebo mucho y tengo un problema con las drogas… me gustan tanto que cuando quiero dejarlas no puedo. Es como si fuesen adictivas. Prosigo. Me quedan muchas cosas por hacer. Por ejemplo, estudiar el comportamiento en la oscuridad de las cabras en cautividad. Por ejemplo, viajar a Bollullos de la Mitación. Por ejemplo, decirles a mis hijos que es falso que lo normal es pegarles cuando llego borracho. Cabrón he sido, lo reconozco.

Ya es el día siguiente. Entro en el centro de salud. Sala 4. Mi cita es a las nueve y cinco. Entro a y diez. El médico de cabecera, que se ocupa de todo el cuerpo, me pregunta el motivo de mi enésima visita en el último mes. Le digo que esto sí es serio tras reconocer que no tuve que molestarle al pensar que mi calva era consecuencia de la proliferación de las luces LED. Insiste en saber qué coño me pasa ahora. Con lágrimas en los ojos, nervioso como un niño frente a un pedófilo, me quito la camiseta y levanto el ala. Un bulto, señor, un bulto. Entonces recuerdo no haberme rociado con desodorante, pero qué más da. En momentos así la apariencia es lo de menos. No tengo amigos, jamás los tendré.

Me examina con esa cara de asco que me recuerdan a la de todas las mujeres que han mantenido sexo conmigo. ¿Qué es doctor? ¿Me muero? ¿Cuánto tiempo me queda… un mes, pues que sea agosto por favor?... El médico regresa a su silla, me mira y pronuncia una vieja palabra que me retrotrae a la infancia: “Es un golondrino”. Pero qué mierda dice el colega, qué poco profesional… eso no existe, es una leyenda urbana inventada por mi madre para que me lavase, para que no estuviese días y días con el mismo jersey.

“No, no es una leyenda”, sonríe el facultativo. “Le ha salido un golondrino y no es moco de pavo. Le mando una crema con antibióticos, antibióticos en pastilla y le recomiendo usar un gel de PH neutro a la hora de ducharse. ¡Ah! Y nada de desodorantes”.

Camino humillado. ¿Un golondrino?, sus muertos, eso suena a guarro, a cerdícola, a persona que se lava poquito. En fin, suena a mí. ¿Un golondrino?

Ya en casa entré al cuarto de baño. Alcé mi brazo en plan saludo hitleriano frente al espejo. Y lo vi. Allí, solito entre la mata de rizados vellos. Soportando mi hedor de señor cuarentón. Rojizo, con algún brillo amarillento por la pus, en plan quiero ser un enconado. Entonces supe que el golondrino también me miró. Nuestras soledades se cruzaron entre el reflejo de los espejos de esta fugaz vida. No tuvo que mediar palabra. Entendí sus sentimientos. Me acerqué a la papelera que rebosa junto al váter. La abrí y lancé todos los medicamentos, todo ese arsenal químico cuyo único objetivo era acabar con ese amigo. Porque sí, lector, lectora, desde ese día no paro de cantar, de tatarear una canción cuyo significado ahora entiendo: “Hay un amigo en mí, hay un amigo en mí y cuando sufras aquí me tendrás, no dejaré de estar contigo, ya verás, no necesitas a nadie más, porque hay un amigo en mí, hay un amigo en mí”.

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