Mi sobrina de cinco años quiere una autocaravana para viajar en familia durante las vacaciones. No sólo la quiere, ha resuelto que ella misma la va a comprar. Cuando su madre le ha preguntado que de dónde va a sacar el dinero le ha dicho que con lo que va a ganar como youtuber. No sé quién le habrá metido la idea en la cabeza, o si se la habrá escuchado a algunos niños mayores que ella mientras merendaba en la piscina, pero no ha necesitado hacer muchos cálculos para asociar el oficio de youtuber con el dinero, y hasta entender que para serlo no se necesitan estudios ni límite de edad, lo que ya supone una garantía sobre su sagacidad de cara al futuro, y sin que tenga la necesidad de exponerse delante de una cámara; en todo caso, ante la de Juego de niños, y para poner en aprietos a los concursantes.
Admitámoslo, la revolución digital no sólo ha cambiado nuestros hábitos y la forma de comunicarnos, también ha arramblado con los sueños de los propios padres y madres: los hijos ya no quieren ser futbolistas, ni las hijas artistas, sino youtubers e influencers, lo que, a fin de cuentas, viene a ser lo mismo: el éxito como deseo primario e irrenunciable en la antesala de la realidad, salvo que las prioridades las establecen ahora los propios hijos, aunque ni ellos mismos sean conscientes de que, también en esos ámbitos, como en el del fútbol y el de las alfombras rojas, todo queda supeditado, principalmente, a una cuestión de talento.
Alguien debería advertirles que abrirte un canal en Youtube no te garantiza millones de visualizaciones, ni abrirte una cuenta en Instagram millares de seguidores -aunque se haya convertido en una obsesión: la tiranía del me gusta y de la viralización-, de la misma forma que tener una buena zurda no te abre la puerta de un equipo de Primera. Es como si vas a un concierto de Taburete y sales convencido de que con los acordes de guitarra que manejas y la buena voz de uno de tus amigos también tendrás grupo propio y misma audiencia; o como si tras ver el corto Mamá decides grabar una historia de terror en tu casa usando el móvil como cámara y el iMovie como mesa de edición en busca de la misma repercusión; o como si al terminar de leer una novela de Jo Nesbø te sientas a teclear una historia de crímenes para venderla en Amazon porque estás convencido de que será un best seller.
Podrás hacerlo, nada ni nadie te lo impide, hoy día es posible, pero lo más probable es que hayamos caído en el error de generalizar lo que no dejan de ser casos excepcionales basados en el talento -hasta para decir chorradas hay que tenerlo-, en la dedicación, en la diferenciación y en un buen asesoramiento, como ocurría y ocurre con lo de ser futbolista o artista: las niñas han dejado de soñar con ser princesas porque prefieren ser como Rosalía -tra, tra-, pero nadie les explica que detrás de sus uñas largas y los zapatos de plataforma, detrás de sus vídeos y de sus mezclas de laboratorio, hay una voz enorme y muchas horas de hincar los codos.
Puede que antes también, pero no tanto como ahora, el afán por la imitación, por seguir las tendencias, las modas, hasta los discursos, haya gozado de tanta prevalencia como en estos momentos, como si se hubiesen agotado las ideas. Pones cualquier radio musical y no sólo todas las canciones parecen las mismas -la dictadura del reguetón-, sino que es complicado diferenciar entre las que un mismo cantante ha sacado durante dos veranos consecutivos. La película Yesterday insinúa esa realidad, la de la inevitable imitación para asegurar el éxito y la del agotamiento de las ideas musicales frente a la clonación del hit, a partir de un original punto de partida: tras un apagón mundial desaparece todo rastro de los Beatles y de sus canciones, excepto para un músico mediocre que empieza a recuperarlas una a una hasta convertirse en una estrella mundial. Aunque la crítica se quede en la superficie, es, sin duda, un fiel retrato de la sociedad de nuestro tiempo, tan autocomplaciente y tan segura de sí misma cuando se trata de seguir la corriente.
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