La tribuna de Viva Sevilla

El Malecón sevillano

La escritora Reyes Aguilar glosa la Velá de Triana.

Arrancan los días señalaítos en Triana y no hay espectáculo más hermoso que asomarse a la margen derecha del río para ver su orilla pespunteada de casetas. El recuerdo de la voz de manantial de una trianera insigne como Lole Montoya nos recuerda que hubo un tiempo en el que se debatía entre Sevilla y Triana sin saber dónde elegir.

Quien escribe reconoce cruzar muy poco de orilla, quizás porque prefiera ver reflejada en el río la calle Betis, sumergida y perfilada como un horizonte multicolor en las aguas de su propio nombre. Me la reservo desde esa acera para detenerme unos instantes y entretenerme viendo la vida pasar mientras recorto el cielo trianero en cualquier momento del año; con nubes, con bruma, con niebla o con sol, aunque sean estos días señalaítos de julio los que ofrezcan su mejor perfil, cuando Triana vuelve a reencontrase con ella misma.

Observe las hojas lloronas del árbol que moja sus ramas en la orilla, testigos del nacimiento del puente que nos mira tras sus enormes ojos de hierro, donde las extranjeras se emparejan con el sol que apenas conocen. Cuatro puentes, doce arcos, dos orillas para que Triana nos deslumbre descubriéndosenos a los que no la frecuentamos lo que debiéramos, con todo un espectáculo de luz y alegría, con el río y con los barcos, viva Triana y Sevilla.

Triana está de Velá y da gloria verla brillar a lo lejos, bajo la noche, desde los bajos de Marqués de Contadero lejos del flamenco, de las sardinas asadas y las avellanas verdes, sentados sobre el Malecón sevillano como espectadores del mejor sueño de una noche de verano; delante Triana, a la espalda, Sevilla y entre ambas la corriente de los recuerdos que embellecen los sentimientos.

Deténgase y no deje que le pase la vida con prisa, contemple lo bonito que está el puente ni con coches ni con banderitas republicanas, que no gitanas, el mismo puente por donde pasaba la Reina que no llevaba corona ni tampoco peina. Ese puente sobre el Guadalquivir que trae aromas de Bajo de Guía cargados de historia, de ultramar, de puertos de Indias, de mercaderes, de Monipodio, pícaros y doblones de oro.

Asómese a la placentera nocturnidad silente de los solitarios embarcaderos del paseo Virgen de la O, otra perspectiva por donde comparar las dos márgenes de la ciudad, tras acceder por el callejón de la Inquisición que tanto tiempo acompañó a aquella insigne zapatería taberna y viceversa de Severino Bernabéu, aquel zapatero por tradición, bético por afición, bodeguero por devoción, licenciado en Currología y Beticología, que hizo que quien escribe, siendo una niña, se quedase con un recuerdo imborrable y único de esa Triana única, aquella que repartió su esencia por todos los rincones de Sevilla. Párese en su puente al atardecer y mire a la derecha, llene las retinas de atardeceres rojos, de esos a los que no se acostumbran nunca los ojos que diría el cantor, con la baranda, los viandantes, las farolas fernandinas y la siempre polémica Torre Pelli, aquella que se cargó de un plumazo la castiza imagen de una calle Castilla que en nada se parecía a la que fue.

Y es que en la vida, que todo pasa y que todo queda, hay cambios que quedan y no pasan, por mucho que nos obliguen a aprender a acostumbrarnos. Pasa la vida y no has notado que has vivido cuando, pasa la vida, ya lo entendieron a la perfección los Pata Negra, autodidactas de esa Triana flamenca pura, de raza, cuando tensaron las  cuerdas de sus guitarras con aguas del Guadalquivir, entre los eucaliptos de Chapina y los callejones de Triana, plaza la de Doña Elvira y plazuela, la de Santa Ana. Crucemos su puente en estos días señalaítos, detengámonos a ver a Triana sobre su baranda mientras Sevilla enmudece, y dejemos que por la conciencia aflore el pellizco que provoca el soniquete de la banda sonora trianera por excelencia; “Cuando paso por el puente, Triana, contigo vida mía…”.  

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