Una foto nos ha estremecido como humanidad. Nada más ni nada menos que atascos y bullas para ascender al padre Everest, el pico más alto del planeta con sus 8.848 metros de altura. Un gaditano se me consolaba con guasa. “Si te parece que estamos apelotonados en las playas de Chipiona, vete al Everest y descubrirás lo que es estar achuchaos de verdad”. Si sir Edmund Hillary, el primer humano que lo holló, levantara la cabeza se volvería a morir del susto, seguro. Ver para creer.
Somos miles de millones y el planeta parece quedársenos pequeño. Somos muchos, cada más poderosos, con más tecnología y con la misma necesidad de descubrir y conquistar. Una vez rellenados en el XIX los huecos en blanco de los mapas de los desiertos, selvas y montañas, sólo nos quedaban las cuevas profundas y el fondo oceánico por conquistar, conocer, cartografiar. Y a ello nos aplicamos. No cejaremos en el empeño mientras quede una cumbre por escalar, una caverna por descender, una fosa abisal por alumbrar. ¿Por qué? Pues, como en el chiste del escorpión, porque esa es nuestra condición, no podemos evitarlo. Condición que nos hizo poderosos, pero que, también podrá destruirnos si no logramos armonizar nuestra existencia con la vida hermosa de la madre tierra. Y no es tarea fácil. Tenemos que conseguir equilibrar la actividad económica, nuestro empleo, nuestro consumo, nuestro ocio, con la preservación de la naturaleza. Ni podemos destruir al Medio Ambiente ni tampoco enterrar nuestro futuro. ¿Es tarea imposible o, por el contrario, podemos conseguirlo si nos lo proponemos? Sólo existe una respuesta posible, tenemos que lograrlo ya que se trata de nuestra única papeleta de futuro.
Hoy celebramos el Día Mundial del Medio Ambiente, felizmente establecido por la ONU hace ya cuarenta y cinco años. La preservación del medio ambiente, además de un deber, es una necesidad. Preservar la naturaleza no es sólo un ideal, es un imperativo categórico. O lo conseguimos o, sencillamente, no seremos.
¿Somos un cáncer incurable para la vida del planeta? Para algunos, nuestra capacidad transformadora – destructora – nos ha convertido como una especie parásita, un moho venenoso que cubre por completo a un planeta que asfixiamos. Esa sería una visión en exceso catastrofista. En verdad somos una especie más, especial si se quiere, con una enorme capacidad de huella ecológica, que debe aprender a vivir en sintonía con el medio natural y la vida que la habita.Si no lo conseguimos, sencillamente, desapareceremos.
Somos parte y fruto de la naturaleza que nos rodea. El naturalista y viajero Alexander von Humboldt, mientras subía a los nevados sudamericanos, percibió que, la vida, era en verdad una sola realidad, íntimamente interrelacionada a través de todos los seres vivos. El poeta Henry David Thoreau y el científico James Lovelock lanzaron la hipótesis Gaia, acertada a nuestro parecer, y que afirma que el planeta, en verdad, configura un único organismo vivo del que formamos parte inseparable.
Modelos de crecimiento económico, economía circular, demografía, calidad de vida, consumo responsable, cambio climático, CO2, plásticos, son conceptos y debates que nos deben ocupar y preocupar. Y, frente a los profetas de la desesperanza, somos muchos los que creemos que es posible armonizar nuestra actividad con un mejor medio ambiente y que el sueño de conseguir una naturaleza más pura y limpia es compatible con nuestra calidad de vida y empleo. El conseguirlo es nuestro principal reto como personas y como especie.
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