El ojo de la aguja

El contenedor del hambre

Contenedor es sinónimo de restos, basura, porquería, inmundicia, y en la actualidad, también hambre

Publicado: 06/06/2018 ·
18:02
· Actualizado: 06/06/2018 · 18:02
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Autor

Juan Bautista Mojarro

Mojarro es un veterano articulista onubense, escritor y poeta. Ha trabajado y colaborado con casi todos los diarios onubenses

El ojo de la aguja

Un viaje por el pasado de Huelva, sus barrios, sus personajes ilustres y anécdotas, además de sus reflexiones sobre el devenir de la sociedad

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Contenedor es sinónimo de restos, basura, porquería, inmundicia, y en la actualidad, también hambre. Y en este caso concreto me refiero al contenedor que obligadamente veo y utilizo en la calle San Marcos, que confluye con las esquinas de tres calles más en las que existen medianos negocios de alimentación, pescadería, etc.

A la calle San Marcos que en seguridad observo que le faltan flecos, no sé los meses que no veo la presencia de un municipal y otros añadidos; pues bien, el contenedor de la referida calle de Viaplana, una de las más pobladas barriadas de la ciudad, siempre se halla al descubierto con la tapadera automática sostenida por una persona, mientras que otra, dentro del mismo,  rebusca no sé qué tipo de restos de alimentos. Los veo que van y vienen en ida y vuelta.

El contenedor es respetado esquinado en la calle del barrio, y hasta ahora, intocable y  después del lavado de madrugada, cotidiana limpieza con la manguera de los operarios del Ayuntamiento. El contenedor cuenta con sus horarios de recepción pero nunca es respetado, la basura la recibe a cualquier hora del día, así como la presencia de los que buscan en el contenedor calmar el hambre. Personas jóvenes y no tan jóvenes que abren las bolsas de basuras y buscan y rebuscan algún alimento óptimo en medianas condiciones comestibles para sofocar la hambruna. Presencia también de aquellos que, con carrillos o bicicletas recogen piezas de destrozados televisores, cobre, cables, hierro, etc., para luego venderlos en la chatarrería.

En el contenedor cierto día, una mañana temprano, observé a una joven con medio cuerpo dentro, de cintura para arriba, y las piernas colgadas hacia fuera. Se contorsionaba intentando con vanos esfuerzos salir de aquel atolladero. Precipitado, me acerqué para ayudarla de la forma que puede. Logré que se incorporara y pudiera salir del contenedor portando en sus manos dos zapatos. “¡Pero mujer, no vuelva a hacer esto!”, le dije. La chica me dio las gracias con su acento extranjero junto a una sonrisa profunda de brillo en ojos de azabache. Seguidamente se fue calle San Marcos hacia abajo, con una mano en un zapato y otro zapato en la otra.

Cuando doblé la esquina de la calle Alosno, y al mirar instintivamente hacía atrás, dos indigentes andaban merodeando en torno al contendor, que junto al mismo, había dos más, uno para arrojar el vidrio y el otro para papel y cartones. Uno de ellos levantó la tapadera y la sostuvo con ambas manos y sorprendentemente otro hurgaba dentro. Eran hombres hechos y derechos, famélicos, los veo de cerca, con los cantos de los ojos fuera. No eran ratas ni ningún otro animal hambriento, sino personas como nosotros, coetáneos y contemporáneos de este tiempo. Y es que no se puede matar al hambre, y menos a aquellos que ven en el contenedor  como si fuese un trozo de cielo.

 

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