Todavía nos falta estudiar y poner en práctica colectiva el volumen de la humanidad. Uno no puede resignarse a que las guerras nos derroten el verso de la palabra o la poesía de la existencia. Ya está bien de que siga vigente aún, en todas las lenguas y en todos los horizontes, de que nosotros mismos somos nuestro peor enemigo.
Con estos antecedentes míseros, de poca o nula humanidad salvo para los "míos", sería saludable que la celebración del día mundial de la asistencia humanitaria (19 de agosto), sirviese para mundializar el sensible acogimiento, solidificándose y socializándose como señal humana. Nada ajeno debe dejarnos indiferentes. No se entiende el poema si los versos se dejan sueltos. Somos parte de un todo y cada uno es como es. Se precisan todas las manos, todos los corazones, para allanar el camino. Nos alegra, pues, que en los últimos veinte años, la habilidad de respuesta rápida, efectiva y predecible de la comunidad humanitaria ante las crisis naturales e inducidas por el hombre haya mejorado más allá de toda figuración. Esto se debe fundamentalmente, según la Oficina de las Naciones Unidas para la Coordinación de Asuntos Humanitarios (OCAH), "a la dedicación de miles de trabajadores de cooperación quienes han entregado sus vidas a la labor humanitaria, alineando el idealismo con la acción, y los principios con la práctica. Sus quehaceres de forma abnegada y sin intereses políticos son vitales para la aceptación necesaria de parte de todos aquellos preocupados en que la ayuda a los necesitados sea proveída de manera neutral e imparcial, sin referencia a la religión, al género o la raza". Desde luego, la humanidad sólo progresa a base de estos gestos por pequeños que nos parezcan. Si haciendo el bien damos sustento a la humanidad, asistiendo injertamos belleza al mundo. Qué bien cuando se abren los ojos a la bondad y qué mal cuando se cierra el portón del alma.
La misma Oficina OCAH apunta sobre el aumento de la necesidad humanitaria. Los motivos son variados, aunque la presencia de la mano del hombre siempre parece estar en el hecho causante. Helos aquí: los conflictos de muchos años de trasfondo y con dificultad de seguimiento, que aún afectan de manera inconsciente a los civiles. Qué necedad tan honda la persistente plaga de las guerras. Asimismo, los riesgos de desastres naturales que parecen ser cada vez más frecuentes y severos, el cambio climático, la pobreza crónica, la crisis alimentaria y financiera, la escasez de agua y energía, la migración, el crecimiento de la población, urbanización y pandemias. Quizás sea el momento de dar un paso más en la humanización del mundo, en el valor fundamental del derecho humanitario y, por tanto, en el deber de garantizar esa asistencia humanitaria a los muchos pueblos que sufren y a las miles de personas que son víctimas. Pero toda esta ayuda a cambio de nada, sin usura solapada. Más allá de las perspectivas jurídicas e institucionales, políticas o económicas, es fundamental el compromiso de toda la especie humana por acrecentar el árbol de la paz desde sus raíces diferenciales, pero confluentes en un tronco común, el de la vida humana que todos nos merecemos, sin negociación alguna.
Por todo ello, debemos avivar la asistencia humana pasándola por el tamiz del corazón, si en verdad queremos otro mundo más fraternizado que enfrentado, otro planeta más humano que egoísta. Esta generosa entrega, que en mayor o menor medida todos necesitamos, únicamente tiene razón de ser en la providencia de sus brotes, si la especie persiste en la acción de un mundo hecho para sí y hecho para los demás, por y para el ser humano. Volviendo los ojos a nuestro continente, el que la Unión Europea tenga entre sus objetivos prioritarios, la de prestar ayuda lo antes posible a quienes la piden, más que un acto heroico, que no lo es, es un acto esperanzador, al menos un vital estimulante, que ya predijo el poeta latino Ovidio, cuando refrendó que "la esperanza hace que agite el naufrago sus brazos en medio de las aguas, aún cuando no vea tierra por ningún lado".
Nos consta que el auxilio humanitario europeísta tiene tres ramas: la de emergencia, que consiste en dinero en metálico a fin de comprar y distribuir productos de primera necesidad; la alimentaria, donde suele suministrar periódicamente alimentos a regiones azotadas por hambrunas o sequías; y la ayuda a los refugiados que han huido de sus países y a los desplazados dentro de su propio país o región, prestándole socorro durante el periodo de emergencia, hasta que pueden volver a sus casas o establecerse en otro país. Todo este deber de humanidad pienso que nos ennoblece, pero en mi opinión avanzaríamos mucho más, si el paliativo asistencial traspasara la materialidad y permanecieran también auxilios afectivos de desprendimiento, socorros de compañía y comprensión, mediaciones y cooperaciones bajo el amparo de la incondicional ternura, que nada espera y todo se da. Hagamos justicia para que el amor que nos ganamos cada día nadie nos lo robe. Justiciemos al odio de una vez por todas. Sepamos que un trago de amor ayuda a vivir y también a sufrir. Oídos a la escucha comprensiva ahora y siempre. Vale la pena acariciar otro mundo. Eso si, las palabras tienen que salir del alma para que espigue el ansiado cambio que hoy todo el mundo aclama.
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