Que todo el lío montado por Garzón en su afán indagatorio, más propio de un historiador o de un periodista que de un juez, haya quedado en casi nada es, me parece, injusto. Ahora que habíamos abierto el baúl de los (malos) recuerdos, tendríamos que haber completado la investigación –aunque ya haya mucho sobre eso– de lo que ocurrió en la guerra civil y, sobre todo, en la muy poco conocida posguerra. Época cruel, de dureza extrema, donde se cometieron no pocos excesos; puede que, ahora, una nueva sombra de olvido caiga sobre las víctimas de tales excesos gracias a esta inhibición de un juez que acaso debería haber medido mejor el alcance y limitaciones técnicas de su iniciativa. Pero que, al menos, tuvo esta iniciativa, que tantos otros en las cátedras, en la enseñanza, en el periodismo, en la tarea de historiar, en cambio declinaron.
Y esto, considerar a Franco exento de responsabilidades gracias a la prescripción de sus presuntos delitos, ocurre precisamente unas horas antes de que llegue un nuevo 20 de noviembre. Burlas del destino. Treinta y tres años han pasado –ya es oficial– desde que murió, en la cama, el hombre que fue una pesadilla para muchos españoles. Ahora descansará más en paz que nunca, si cabe.
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