En estos días, el paseo diario ha dejado de ser pacífico y apacible para convertirse en desafío. El frío se dejó caer por La Isla. Quiso pasearse por nuestras calles para no olvidarse de ella ni olvidarnos. Ha sido el comentario general de esta semana pasada.
La meteorología suele ser tema recurrente, ése al que echamos mano cuando empezamos una conversación con quien acabamos de conocer o hace mucho que no coincidimos. Ciertamente no recordábamos tal bajón mercurial, aunque el pasado invierno nos sorprendió una nevisca en plena tarde.
Las fotos no sólo corrieron sino que saltaron de un teléfono a otro mostrando tan insólita estampa. Si la Alameda se parecía a un muestrario de colores, las azoteas no se quedaban atrás. Nunca antes habíamos visto montoncitos de nieve sobre las macetas o junto a ellas, ni en los pretiles, ni en los alféizares de las ventanas. Incluso en algún tendedero se agruparon los copos resbalando, segundos después, para unirse a los otros. Tarde Inolvidable, tal vez irrepetible, pero muy ligada a aquel artículo de Pemán titulado Nieve en Cádiz, una postal escrita que todo articulista debería revisar de vez en cuando.
El frío acobarda cuando el movimiento no consigue que el calor lo reduzca, sin embargo la obligación de la rutina nos lo ha presentado de distinta forma. Nada más asomar la cabeza a la calle, se nos ha pegado como si fuera hielo en polvo, el mismo que teníamos cuando respirábamos. Era como una gasa que nos tapaba la nariz y la boca, que nos dificultaba incluso la acción de caminar por el cansancio, porque no nos entraba el aire. Pero al girar en la esquina, en las inmediaciones de la Alameda, el frío se impregnó con el olor del clavo que estos días vuela por las mañanas, la especia señera de la Semana Santa, indicadora del final de la Navidad. Y lo desagradable se esfumó.
Es frecuente ver pasar los cartuchos de papel blanco cubiertos por la mano que los soporta, asomando por el bolsillo, continentes de los roscos trenzados, saquitos que esconden los dedos caprichosos y gamberros que los buscan y rompen su redondez para satisfacer el capricho con pellizcos. El aroma de clavo volará hasta el domingo de resurrección pero antes de que llegue se fundirá con el incienso.
Ambos se batirán en duelo sin perseguir la victoria, porque no habrá ganador, porque cada uno ocupa su lugar. El del clavo es la pastelería y el del incienso, el de las tiendas de ropa y mercerías, de donde saldrá antes de que el miércoles de ceniza nos recuerde lo que somos y en lo que nos convertiremos entre las tiras de serpentinas, puñados de papelillos y platos de arroz con leche.
Los puristas o los que presumen de serlo ni habrán leído este texto, habrán pasado la página motivados por el título. Los entendidos se habrán llevado las manos a la cabeza por tal disparate y no habrán pasado el primer párrafo. Los curiosos se atreverán a comparar estos renglones con la sinestesia, el tropo que une dos imágenes que pertenecen a distintos campos sensoriales. Quien los firma no lleva otro afán que el de entretener, de abrir un paréntesis de tres minutos escasos, suficientes para echar la mente a volar. Como ha volado hoy el olor de la cuaresma.
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