Esta semana expirante se ha caracterizado especialmente por el ejercicio de los pulgares, incansables sobre las letras del teclado táctil del teléfono con los mensajes enviados por WhatsApp, mensajería acelerada sin llegar a la humareda, aunque poco le ha faltado. Se han cruzado todo tipo de comentarios y de fotos. Ni se sabe las veces que se han repetido las recepciones.
El miércoles madrugó porque despertó con el estribillo de unas alegría de Camarón, trajeado sobre el fondo de una bandera americana. Siguió con alusiones a la estatua de la Libertad en actitud horrorizada, con viñetas visionarias de los Simpson, en fin, un catálogo para todos los gustos. Desde estas líneas no vamos a insistir en lo evidente porque caeríamos en la más aburrida de las repeticiones, sin embargo el despliegue informativo de este fenómeno mediático ha sido extraordinario pero no sorprendente. Las elecciones implican cambios, buenos para unos y malos para otros. La voz popular se manifiesta y es la que manda con los resultados.
Estados Unidos es otra historia, aunque sea lo mismo. Se enfrenta a cuatro años de legislatura con un dirigente que carga contra todo lo que no le gusta, según las crónicas, y quince años mayor que su antecesor, un dirigente autoritario y peculiar a juzgar por las frases que ha pronunciado a lo largo de la campaña. Lo dicho, no vamos a repetirnos.
De todas formas va a haber fiesta con fuegos artificiales, si no ahora tras el próximo cuatro de julio. Por eso ha sido tan acertada una foto recibida en la que aparecían varias tiras de nuestro infantil triquitraque. No había pretensión en aludir al petardeo informativo, en el más de lo mismo, claro que no, pero ha sido tan oportuna como para distraer un poco la atención de la actualidad.
La compra de la tira en el carrillo marcaba el momento decisivo en que comenzábamos a desobedecer el mandato materno. Sentíamos la mirada a pesar de que nadie podía vernos, pero aquella intranquilidad nos sometía hasta el punto de encubrir la falta con la compra de las golosinas. Doblábamos la tira varias veces y cerrábamos la mano hasta que perdíamos de vista la vigilancia. El verano propiciaba la travesura porque anochecíamos con las horas, sin darnos cuenta, por culpa del juego.
Los pinos que rodeaban los jardines de la Plaza del Carmen, podados a menos de un metro del suelo, evitaban el paso al interior convirtiéndose en aparato gimnástico para futuros funámbulos. También se utilizaban para desbocar la imaginación cuando tras rozar el triquitraque por el adoquín del bordillo saltaban las chispas y lo tirábamos al interior.
Durante unos segundos se iluminaba y crujía aquel laberinto impenetrable, un lugar al que no llegaban los pies más atrevidos porque el ramaje rígido, áspero y seco se entrelazaba tejiendo una urdimbre que se defendía abriendo heridas. Eran unos segundos extraordinarios, unos fuegos artificiales tan pequeños como nosotros, tan brillantes como nuestra imaginación.
Y aquella noche nos dormíamos con aquel momento y la idea de repetirlo con cautela y disimulo. Otra foto trumpera nos devolvió a la actualidad. El pulgar prefirió el triquitraque y las chispas que alumbraron aquellos momentos infantiles, inocentes, especiales.
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