Andalucía

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Una exposición utiliza en Burdeos la imagen de la Virgen sevillana para identificar la pasión que arrastra a los aficionados al balompié con el fervor religioso

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La Esperanza Macarena y el Cristo de la Sentencia adornan desde hace semanas una de las paredes del Museo de Aquitania, un enjambre de salas en un coqueto edificio de Burdeos que traza el devenir histórico de una de las regiones que más contribuyeron a ensamblar el esqueleto de eso que hoy conocemos como Francia. Las dos imágenes podrían lucir en algún punto de ese recorrido de siglos que moldea la exposición permanente. De hecho bastaba con situar Sevilla en el tramo que ensalza el pasada glorioso de Bordeaux (la ciudad, en lengua autóctona) en la conquista oceánica y donde, por cierto, sí aparece Huelva. Pero no, no es el lugar donde el visitante puede encontrarlas hasta agosto.

Por estrafalario que resulte, la Macarena debutó el pasado 9 de junio al otro lado de los Pirineos, a 1.150 kilómetros de su Basílica, como ingrediente de una muestra temporal... sobre fútbol. Mientras la ciudad sacaba brillo a calles y jardines para convertirse en sede de la Eurocopa 2016, al Museo de Aquitania se le ocurrió abrir de par en par, en paralelo, un debate antropológico y sociológico en torno a las lagunas, trivialidades e injusticias que alimentaría a diario el deporte con más incondicionales del planeta. Se puso manos a la obra y dejó la creación en manos de un grupo de artistas de varios continentes que moldearon la exposición 'Football: à la limite du hors-jeu' ('Fútbol, en el límite del fuera de juego'), un atinado juego de dobles sentidos que dejaba adivinar por dónde discurriría la arriesgada apuesta: composiciones y audiovisuales sazonados con gotas de irreverencia y un baño final de agria crítica social.

¿Y la Macarena? Tras atravesar varias salas repletas de recreaciones vanguardistas, la imagen más venerada de Sevilla surge, por sorpresa, del interior de un plasma suspendido en una pared. El autor utiliza un reportaje de apenas 30 segundos emitido algún día por TF1, el primer canal de la televisión publica francesa. Las imágenes retrotraen a la Madrugá: la salida del Cristo de la Sentencia y de la Esperanza Macarena de la Basílica, miles de fieles aguardando entre lágrimas, los armaos abriendo paso y gritos de "guapa, guapa". Dos jóvenes responden ante el micrófono de un periodista galo instruyéndole con el consabido "esto es muy grande, hay que sentirlo y vivirlo, ser de aquí para entenderlo". Debajo un rotulo en el que, se presupone que por error, la eme de Macarena luce en minúscula. El vídeo acaba y vuelve a empezar en un bucle interminable de horas, las siete en las que permanece abierta en verano la muestra, de 11:00 a 18:00. "Está prohibido hacer fotos", advierte una joven vigilante. "Soy periodista y vengo de Sevilla", replica uno. La chica sonríe y retrocede sobre sus pasos, reprimiendo algo así como un "Entonces hágalo, quizás merezca la pena inmortalizarlo".

A la izquierda, otro plasma proyecta a sólo un puñado de centímetros un audiovisual de idéntica duración pero con contenido en las antípodas. En unas calles atestadas, incluso más que las de la Madrugá que continúa surgiendo del televisor vecino, un autobús descubierto se abre paso entre otra multitud. Es julio de 1998 y el vehículo es el eje central de la celebración del mayor hito de la historia del fútbol francés: la conquista, el día anterior, de la Copa del Mundo tras un vapuleo (3-0) en campo propio a Brasil. La tropa de Zidane, Barhez, Deschamps, Lizarazu, Petit y Thuram se agitan desbocados y se abrazan en la planta superior mientras el autobús surca a duras penas los Campos Elíseos.

En una esquina, el autor (no se especifica nombre) arroja luz sobre el mensaje oculto de su creación. Lo bautiza 'Fervor' porque, justifica, a su entender fútbol y religión comparten tronco fundacional. Ambos arrastran masas apasionadas, escenifican rituales, se niegan salvo en contadas ocasiones a saltar a la otra orilla (escasean los que cambian de una a otra religión o quienes reniegan de una camiseta para enfundarse la del eterno rival) y, por encima de todo, existe un sentimiento común de sufrimiento como precio a pagar para alcanzar el objetivo final. Hasta ahí el argumento oficial del autor. La interpretación, como vanguardia que es, es subjetiva. El uso de la Imagen de la Virgen, también. No hay explicación que justifique el uso de la venerada imagen hispalense. La creación lanza el mensaje y huye de explicaciones.

La Macarena comparte pared además en la muestra con rostros ilustres del fútbol patrio: Platini, Barthez, Papin... El más cercano, casualidades de la vida, alguien también ligado a Sevilla: Luis Fernández, mitad francés y a ratos tarifeño, ese caudal de actor frustrado que llegó a entrenar al Betis entre 2006 y 2007. Sobre el cristal de la caja metálica que salvaguarda su rostro cae un surco de cera derretida. La pista la dan varios portavelas: se intuye que en algún momento desde junio la muestra fue a más y el autor encendió cirios sobre los rostros para acentuar esa supuesta conexión entre la pasión de la Semana Santa sevillana y el mundo sagrado del balompié. Cosas más raras se han visto, que diría el filósofo. Aún hay más: la idea de liturgia que aproximaría a la Esperanza a esa jungla de once muchachos en pantalón corto persiguiendo un balón se completa, bajo los dos plasmas, con un reclinatorio muy particular. Instalado presumiblemente para que el visitante le pueda real a partes iguales a la Macarena que a la selección francesa, la tela que recubre el espacio donde deben reposar manos y rodillas se ha sustituido por otra adornada con muñecos de futbolín, elástica azul y pantalón blanco para más inri. Llegados a este punto, si es irreverencia o arte, como en el resto de lo narrado, se encarga de decidirlo usted...

Idéntico hilo argumental

El desahogo con el que resuelven los autores su teoría sobre el solapamiento entre devoción religiosa y futbolística se contagia al resto de la exposición. Un paseo por las salas coloca al visitante frente a tacones de aguja con tacos, porterías fotografiadas en lugares imposibles o balones que surgen igual en un campo de refugiados que en el claustro de un convento. El mensaje es siempre idéntico: el fútbol ha perdido su esencia de mero entretenimiento y ahora anda perdido entre tramas de corruptelas, delanteros divos y endiosados y chequeras para contratos descomunales que destierran el amor a los colores. Por eso hay un apartado que ridiculiza los peinados que lucen los jugadores y otro de maniquíes transparentes en los que el lugar del corazón lo ocupan billetes de curso legal. En la planta superior, entre pancartas ultras, aguarda un explícito "Uefa, mafia". También hay un hueco reservado al humor: en otra sala, dentro de unas cápsulas de cristal, aguardan las supuestas reliquias de los grandes ases de este deporte. En una de ellas luce un altar en miniatura de Maradona y una mano incorrupta, homenaje a aquel gol nada legal que le marcó a Inglaterra en México 86. En otra, mucho más actual, se muestran los supuestos "dientes de leche" de Luis Suárez, un guiño al célebre mordisco que le inhabilitó para el fútbol durante meses. Y más allá, el cenicero repleto de Cruyff, la coleta de Roberto Baggio o una imagen en pose playboy de George Best, el icono del Manchester al que el alcohol y su apetencia sexual jubilaron de forma prematura. 

Y de propina, el Betis

Por algún misterio, la Macarena no es el único ingrediente de la exposición que conecta con Sevilla. A la entrada, con el lacrimógeno 'You'll never walk alone' bramando a las espaldas, una exposición de objetos míticos recibe al visitante. Desde portadas de 'L'Equipe' a bufandas que abrigan aficiones. También banderines, y ahí junto al del Real Madrid de la Séptima o uno más actual del Barcelona cuelga el de aquella mítica eliminatoria de la Copa de la Uefa que cruzó al equipo local, el Girondins de Burdeos, con el Real Betis en un ya lejano 1995. Los verdiblancos habían dejado en la cuneta aquel año al Fenerbahçe y al Kaiserslautern y eran una de las sensaciones agradables del torneo de la mano de Serra Ferrer. Pero en el camino se cruzó el Girondins, que se impuso 2-0 en Francia. En la vuelta, bajo un diluvio en el Villamarín, un tal Zinedine Zidane al que ya se le clareaba el depósito de las ideas agarró el balón casi en el centro del campo y desde allí sentó a Jaro. Eliminatoria finiquitada. Sólo el Bayern frenaría a los galos ya en una final aún a doble partido. Al calvo incipiente, el tal Zizou que danzó aquella tarde húmeda sobre Heliópolis, aún le quedaba por impartir un puñado de clases magistrales en Turín y Madrid.

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